Alfonso Ussía

Frío

La Razón
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Cuando yo era niño nevaba en Madrid dos o tres veces cada año. Me hacía ilusión. Desde las ventanas de nuestra casa, en la calle de Velázquez, los seis hermanos pequeños seguíamos con gran interés las caídas deslizadas de los viandantes. Establecimos tres categorías. Caída sin importancia, caída merecedora de ayuda ajena, y caída de ambulancia. Lo pasábamos de cine. Un día de nieve abundante, esperamos la llegada de nuestra tía Fuensanta, que en paz descanse, a la que mis padres habían invitado a comer. Fue apoteósico. La tía Fuensanta, que en paz descanse, pisó mal en el bulevar de Velázquez y se deslizó con el culo a modo de trineo desde la calle de Don Ramón de la Cruz a los aledaños de la calle de Ayala. Ovación entusiasta y unánime. Minutos más tarde de contemplar su maravillosa peripecia sonó el teléfono. Era la tía Fuensanta, que en paz descanse, que se disculpaba. Según ella, porque tenía unas décimas de fiebre y el médico le había desaconsejado salir de su casa. Gran mentirosa. Lo que tenía era el culo congelado como un fletán.

Con un frío helador íbamos al colegio, el del Pilar de la calle Castelló, que no gastaba en exceso en calefacción. Y no pasaba nada. Ahora, con las predicciones del tiempo en Internet facilitadas por los satélites, la gente se asusta una barbaridad. Ola de frío siberiano. Una tontería.

Ya he escrito, y me dispongo a repetirlo, que he estado en Moscú y San Petersburgo a treinta grados bajo cero y he sentido menos frío que en San Fernando, cuando hice la Mili en Camposoto. Para frío el de Jerez o el Puerto de Santa María en invierno. En mi hoja de servicios vital, tengo dos renuncias que me honran. Jamás he asistido a un desfile de modelos ni he pisado una estación de esquí. Los asiduos a las estaciones de esquí lo pasan fatal. Está el esquí y el «apresquí», consistente en quitarse la ropa del eslalon y vestirse con otra ropa aún más incómoda para tomar una copa y cenar. Creo que resulta agotador, no esquiar, sino cambiarse de ropa, y prueba de ello es que entre los practicantes del esquí abundan los envejecimientos prematuros. Mi gran amigo Carlos Velasco Cocat de la Pleta, mucho más joven que quien esto firma, protesta cuando acude a una iglesia y las devotas más ancianas le ceden un sitio en los bancos de oración. Y se halla en esas lamentables condiciones no por esquiar, sino por el «apresquí» del Valle de Arán, que es un «apresquí» que exige más elegancia y compostura que el de Sierra Nevada, por poner un ejemplo de «apresquí» menos «fashion». Pienso en él y se me ponen los pelos en punta, la carne de gallina y me pinchan y no sangro.

Tengo para mí que a la nieve hay que esperarla y aceptarla con naturalidad cuando llega, pero no hacer esfuerzo alguno acudiendo en su busca. Es tan desagradable como el viento. Se huye del viento, y si no es posible escapar de sus agresiones, se aguarda con paciencia a que amaine. Pero nadie sube a las cumbres para disfrutar con los vendavales, que es lo que hacen los esquiadores con la nieve. Y encima, si no hay nieve se quejan, cuando tendrían que celebrarlo por no tener que ponerse la ropa del «apresquí».

Estamos en pleno mes de enero, y resulta absolutamente lógico que haga frío en el meollo del invierno. He leído que algunos colegios de Sevilla han cerrado porque los alumnos se congelan en las clases. No se han enterado todavía en esos colegios de Sevilla que existe la calefacción, y en su ausencia, los calentadores eléctricos. Tampoco es para tanto. El frío es también mental y anímico. Conocí a un voluntario asturiano de la División Azul. Hablaba del frío de la estepa rusa con toda naturalidad. –Frío, frío, lo que se dice frío, el de Burgos–. Y no le faltaba razón.