Alfredo Semprún

Fugitivos del comunismo: hoy como ayer

Los de mi quinta recordarán aquel largo orgasmo que le dio a la izquierda exquisita cuando las tropas norvietnamitas entraron en Saigón, hace cuarenta años. A los maoistas la celebración les duró poco: el tiempo que media entre la foto del helicóptero en la terraza y la del carro de combate chino reventado en una zanja por un proyectil vietnamita. Guerra corta, aquella de 1979, en la que el Ejército Popular chino demostró que era un gigante con los pies de barro. Pronto, hubo más fotos. Barcos de todas clases, desde pesqueros a viejos sampanes de madera, atestados de fugitivos del sur, al parecer poco conformes con el significado que le daban al término «liberación» sus compatriotas de del norte, los de Hanoi. Los bautizaron como «boat people». Huían de la represalia comunista, de los campos de concentración y arrostraban el peligro de un mar infestado de piratas y pródigo en tormentas. No sólo vietnamitas, también laosianos y camboyanos llenaron por centenas de millares los barcos y los campos de refugiados de Tailandia, Hong Kong, Malasia e Indonesia, como paso previo al soñado paraíso europeo y, principalmente, norteamericano. Para no caer en maniqueísmos, Occidente hizo lo que buenamente pudo, aunque sin demasiado entusiasmo. En Washignton les avergonzaba la derrota y andaban en un permanente ajuste de cuentas político a costa del fiasco indochino. Y esa «izquierda de las buenas causas» no empujó mucho en favor de una estirpe, según ellos, de capitalistas corruptos, donde, al final, sólo había campesinos hambrientos huyendo del fiasco económico de la reforma agraria comunista. Salvo porque los pasajeros no tienen los ojos rasgados, las imágenes de los buques atestados de inmigrantes en el Mediterráneo parecen un calco en color de los «boat people» vietnamitas. Y, también, detrás del pasaje hay historias terribles que se pueden resumir en dos palabras: tiranía y guerra. Los eritreos, sin ir más lejos. Desde hace dos décadas el país se halla bajo el poder de Isaías Afewerki, que independizó Eritrea de Etiopía. Ha hecho de su país una cárcel a cielo abierto sin otro parangón posible que Corea del Norte. Pese a su riqueza en minerales, la pobreza domina entre sus seis millones de habitantes, que huyen por decenas de miles, hasta convertir a los eritreos en la quinta nacionalidad con más demandantes de asilo del mundo. Buscan la salida a través de Libia o Egipto vía Sudan y el Sinaí, donde caen con frecuencia en manos de los beduinos, que llevan en su ADN el desprecio racial al negro. Muchos acaban secuestrados y sujetos a rescate. Torturados para incentivar el pago. Parece que la UE quiere intervenir en el «origen del problema» y le va a soltar al tirano Afewerki 200 millones de euros en ayuda al desarrollo. Sospecho que hará con ellos lo mismo que con los 120 millones anteriores: reforzar su poder y comprar armas.Pero nadie habla de un embargo a su producción minera – explotada por empresas occidentales– o de una intervención humanitaria para liberar a los 4.000 presos que se pudren sin juicio en las cárceles. No vaya a ser que desestabilicemos el cuerno de África.