José María Marco

Gabriel Rufián

La Razón
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La nueva política nos ha traído una hornada de personajes conscientes de que una parte de la vida pública se ha convertido en espectáculo. Así que sustituyen el razonamiento y la exposición de los intereses por la «performance», lo que antes se llamaba farsa o teatrillo. Muchos de los diputados de Podemos, en particular Pablo Iglesias, su jefe de filas, responden a este patrón, de corto recorrido parlamentario y político. Puede que el espectáculo tenga hoy más importancia que antes en la vida pública. Lo que es seguro es que una parte muy importante de la política se sigue haciendo en otro registro, que no admite ocurrencias ni licencias poéticas. Lo ocurrido con la sublevación del nacionalismo catalán lo ha dejado bien claro.

En esta marea de nuevos actores, destaca Gabriel Rufián, un muchacho que presume de charnego e independentista catalán y que combina la ausencia absoluta de sentido del ridículo con el más feroz antiliberalismo. Destaca incluso en las filas de la ERC, donde la base, siempre vigente, de pequeña burguesía católica, conservadora y republicana a la vez, produce figuras tan extraordinarias como las de Joan Tardà, que parece sacado de la tertulia de una rebotica de hace 150 años.

Rufián resucita un universo más rústico, más próximo a lo natural y, de algún modo, más cercano a cierta inocencia. Es la supervivencia de algo que parecía perdido, al menos fuera del País Vasco donde se las arregló para seguir vivo bajo diversos avatares nacionalistas, todos siniestros. Con Rufián, estamos ante la reencarnación de esos campesinos carlistas salidos del universo medieval y católico del que estaban embebidos hasta la última célula. Incapaces de adaptarse a un mundo tan complicado como es el moderno, repetían como una gracia gestos y frases que les permiten reivindicar su propio primitivismo. Eso les bastaba –y le basta, a Rufián– para reconstruir el mundo perdido que en este caso, en vez del catolicismo ultramontano y el monarca legítimo, se plasma en un comunismo utópico y rural. La sonrisa pícara y alucinada que es la marca del joven diputado indica que eso, ese triunfo momentáneo del primitivismo feliz, es lo único importante. Así es como la nueva política, combinada con el nacionalismo, nos ha hecho revivir profundidades insondables de la sociedad española. Algo habrá que agradecerle.