Estreno

Gracias por todo, Sr. Landau

La Razón
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Murió Martin Landau. Tenía 98 años. Había nacido en Brooklyn, mi barrio, fruto del matrimonio de un maquinista y un ama de casa. Estudio en el Actor´s Studio, donde profesó junto a Steve McQueen en la proyección de los fantasmas personales a la hora de interpretar a Hamlet: caldo de cerebro que en realidad funciona por la categoría de sus oficiantes. Durante años malvivió con papeles de tercera, aunque Alfred Hitchcock tuvo la intuición de reclutarle para «Con la muerte en los talones», donde estuvo memorable como el ayudante del malo colgado del jefe: un gay entre dentro y fuera del armario varios siglos antes de que en «Stonehead» los homosexuales de Allen Ginsberg apedrearan a la pasma y sus pagadores de las Cinco Familias. Luego llegó «Misión imposible», su éxito camp en televisión, mediados/finales de los setenta, actualizado hoy con un Tom Cruise de gesto hierático por las inyecciones. Al pelotazo le siguieron papeles en Reino Unido, vestido con uniforme trucho en viaje a la luna, y unos setenta/ochenta para olvidar. En el obituario del Times la periodista Anita Gates recuerda su romance con Marilyn Monroe, su amistad con James Dean y que fue profesor de Jack Nicholson. También que en una entrevista que le hicieron en el «New Yorker» en 1995, al preguntarle por la mala racha y las pelis infames, rodadas para enjuagar el alquiler, explicó que se sentía como el bateador prodigioso al que su entrenador no da bola; se dijo así mismo que tarde o temprano le llamarían para batear, y ese día sacaría de una coz la bola del estadio. Dicho y hecho: tras protagonizar Tucker, de Francis Ford Coppola, le llamó Woody Allen. Juntos hicieron «Delitos y faltas», la obra maestra del 89 con la que el clarinetista y discípulo de Kurosawa y Bergman inauguró su segunda mejor racha, la que va de ahí a «La maldición del escorpión de jade» y «Match point». Un cinta sombría, dura y rotunda, también graciosa a ratos porque la vida tiene ese punto loco, entre el llanto y la risa, y donde Landau interpreta al oculista rico, acosado por una amante (Angelica Houston) a la que finalmente encarga asesinar. El actor estuvo imperial. Igual que en Ed Wood, cuando a las órdenes del mejor Tim Burton se metió en la piel de un Bela Lugosi terminal en el que nadie creía. Hay magia, amor por el cine, tragedia y morfina en las venas como coladores del inmigrante que fue Drácula y que ya sólo sobrevive haciendo de sí mismo en actuaciones circenses, reclutado por el entrañable y chapucero Wood en unas obras que de puro desastre exhiben el encanto de un fracaso con las sístoles a punto de nieve. Landau, como cada vez que le dieron la oportunidad, está glorioso. Apenas necesitaba parpadear, o ni siquiera, para derretir a la cámara y con ella a los espectadores, fascinados por la infinita capacidad de seducción de un actor como ninguno, al que lloramos con una mezcla de agradecimiento y nostalgia. Vaya este abrazo largo como tributo. Se ha ido uno de los grandes.