José Jiménez Lozano

Herencia de Cervantes

Casi con el énfasis con que se hubiera anunciado el tesoro oculto descubierto en una isla, se ha dado la noticia, en semanas pasadas, de que, como es morbosamente tradicional en nuestra España, todo un equipo de buscadores de huesos de muertos ha dado ahora con los de Cervantes, y no se puede dejar de pensar en el capítulo XIX de la primera parte de «El Quijote», «La aventura del cuerpo muerto» o del encuentro con gentes en camisa y con antorchas que, de noche, transportan un cadáver, escena que se ha entendido como una ironía del traslado semiclandestino de los huesos de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia.

Pero parece que España nunca se inclinó a ironía, y gusto, siempre más de los sarcasmos inmisericordes y vindicativos. Y, poco después de que él, Cervantes, publicase el volumen que tituló «Novelas ejemplares» en 1613, y prometiese una segunda parte de «El Quijote», un anónimo enemigo escribía con desprecio: «Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos que cuando quiere adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlo, como él dice, al Preste Juan de las Indias o al emperador de Trebisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca...Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas, no nos canse».

Ésta era una frecuente y brutal manera de tratar a un escritor, o a cualquier otro españolito, pero en este clima y bajo tal estrella se publicaron sus «Novelas ejemplares», que, al igual que el «Persiles», luego no han tenido mucha mejor estimación en la crítica, que con frecuencia las ha considerado, en un lenguaje de mercader, como obras literarias secundarias o «menores». Y, pese al ruido del «Quijote», que siempre se usó como ascua para cualquier sardina; y, a su autor, hasta no mucho antes de los grandes estudios de Marcel Bataillon y Américo Castro, se le tenía por un gran ingenio ignaro.

En el «Viaje al Parnaso», se decidió el escritor a quejarse de esa subestima, y, a propósito de esas sus «Novelas ejemplares», Cervantes dice que «yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana» y estas novelas «son mías propias, no imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró». Y hay, en ellas, un muy intenso sabor a italianismo, ya que en Italia es donde Cervantes aprende a novelar, y esto y la educación humanista de su juventud le impidieron que se dejara llevar por «la corriente del uso» de los enredos barrocos.

Cervantes guarda, en su ánima, el sentido de la claridad y la armonía de la cultura renacentista, cuando en su tiempo todo se oscurece, en la complicidad con el polvo y la ceniza, las gracias espesas, y todos los descensos del hombre. Mientras él, Cervantes, toca con su escritura la gloria en medio de la llaga de la naturaleza trunca del destino humano, que dibuja con su ironía y misericordia.

Se ha señalado cómo ciertas fórmulas amorosas del «Persiles» tienen la misma textualidad y entraña que ciertos provenzalismos literarios y espirituales, y, desde luego, esta transfiguración se da igualmente cuando Cervantes se inclina sobre el amor, la desgracia o la debilidad. Como cuando habla del valimiento con la Justicia que decía tener uno de sus personajes, «especialmente una señora monja, parienta del corregidor, que le mandaba con el pie, y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa».

He aquí las grandes influencias de los pobres, y nos sonreímos, pero, a la vez, quedamos cautivos de esta ironía misericordiosa; y tal es su herencia, no sus pobres huesos.