José María Marco

Historia

La Razón
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Los nuevos partidos no tienen historia. Era de esperar, aunque, tal como están las cosas, tal vez tengan más presente que futuro. Con eso basta. El pasado, en este caso, es cosa del mañana.

No ocurre lo mismo con los dos grandes partidos nacionales. El PP y el PSOE tienen ya una larga historia a sus espaldas. La del PSOE se remonta a 1879, aunque habrá quien piense que antes de 1975 no es una trayectoria brillante, habiendo hecho el PSOE todo lo posible para que la democratización del régimen liberal fracasara, como efectivamente fracasó del todo en 1936. La del PP empieza con la Transición, siendo el actual Partido Popular –el fundado en 1989– heredero de buena parte de la UCD y de Alianza Popular.

En los dos casos hay una reconversión parecida, que consistió en la incorporación de la izquierda y la derecha españolas a la democracia liberal. Y hay importantes diferencias, que cada uno valorará según su ideología o su sensibilidad y desmienten el empeño, tan generalizado últimamente, de afirmar que los dos partidos son iguales. Entre estas diferencias está la visión histórica que las dos organizaciones tienen de sí mismas.

El PSOE siempre ha hecho de su historia uno de los elementos básicos de su discurso y su posición política: todos conocemos la fundación a cargo del llorado Pablo Iglesias, los cien años de honradez, la relación con la UGT y las clases trabajadoras, la reconversión «socialdemócrata», entre otros muchos aspectos. El PP, en cambio, se ha esforzado casi siempre en hacer desaparecer su propia historia. Es como si el PP careciera de referencias previas a la situación presente. En cada nueva etapa renace inmaculado, casi virgen, lejos de un pasado pulverizado en el olvido y la insignificancia. Sólo tenemos futuro, parece decir el centro derecha español, y el pasado... bueno, el pasado no nos interesa.

El partido más progresista aparece así como el más cuidadoso con su historia, mientras que el más conservador, al menos en teoría, resulta ser el más olvidadizo, el que menos interés tiene en dar un sentido a su propia acción en el tiempo. La tendencia no es nueva. Se puede fechar, por lo menos, de los años 60, en la etapa final de la dictadura, de cuando la tecnocracia barrió la utopía nacionalcatólica. Se ve que hay cosas que no cambian.