José María Marco

Historia del presidente de la realidad

La Razón
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Mariano Rajoy llegó a la Moncloa en plena crisis: estábamos entonces en la segunda recesión, la que se inició a finales de 2010 y alcanzaría su punto más bajo dos años después, con una caída del PIB del 2,5 % anual. Veníamos de la primera recesión, la que se inició en 2007 y llegó a una caída del 4,3 % del PIB a mediados de 2009. La recuperación de entre 2009 y 2010 había suscitado alguna esperanza –los famosos «brotes verdes»- que luego se marchitó. Ese es el fondo sobre el que hay que entender la forma en la que Rajoy se enfrentó a la Presidencia del Gobierno: millones de parados, cierre de empresas, reducción de los ingresos del Estado y amenaza de quiebra.

Desde el primer momento, Rajoy optó por exponer la realidad a los españoles. Las primeras medidas fueron lo más parecido que se conoce en la política española a un jarro de agua helada, en particular sobre su propio electorado. Rajoy incumplió sus promesas sabiendo, eso sí, que cumplirlas, en particular la bajada de impuestos, llevaba a la quiebra y al rescate por las instituciones europeas. Es decir, a la deslegitimación del Estado español, a reforzar la deriva separatista del nacionalismo catalán y, muy probablemente, a la destrucción del Partido Popular, el único instrumento político que ha sostenido en estos años el edificio de la democracia española y que, probablemente, no habría aguantado una intervención de la UE como las de Portugal, Italia y Grecia.

El realismo de Rajoy no le llevó sin embargo a plantear con toda su crudeza la situación. Rajoy no es un salvapatrias, ni ha utilizado nunca la retórica apocalíptica (es decir la mentira teatralizada) para justificar su propia conducta. Tampoco se permitió, por la misma razón, pintar horizontes sonrosados. La lección de los grotescos «brotes verdes» fue de las que no se olvidan. A cambio de una política rigurosa de contención y reformas, en muchos casos muy profundas, Rajoy ofreció hechos prácticos: la renovada confianza de las instituciones y los líderes de la Unión, así como la nueva actitud del Banco Europeo. Muy pronto se pudo ver que se había evitado lo peor: el rescate exigido, con tono de suficiencia académica, como si estuvieran dando clase, por quienes ahora ni siquiera reconocen que sus deseos no se cumplieron. Hay quien miente con la mejor de las conciencias, sin ni siquiera darse cuenta de que lo hace. Evitar el rescate fue sólo un primer paso. Quedaba por demostrar que las políticas de rigor y mantenimiento del Estado de bienestar contribuirían a sacar a España de la crisis. Así llegó la famosa rueda de prensa del 26 de abril de 2013, arquetípica de la actitud del gobierno de Rajoy, cuando sus dos ministros económicos, junto con la vicepresidenta, expusieron sin complacencia un panorama sombrío. Aquello provocó un diluvio de críticas y de burlas: de alborozo, entiéndase bien. Lo ocurrido con el rescate no contaba. Sólo contaba lo que parecía en trance de demostración: que el gobierno de Rajoy estaba empeorando las cosas.

Tampoco aquí hubo respuesta del presidente. En el entorno de Rajoy ha faltado capacidad para argumentar el silencio de éste, y no parece disparatado pensar que el silencio era, justamente, lo mejor que el presidente podía hacer. Intentar no responder a las provocaciones, no hablar demasiado, actuar discretamente y recordar los límites que marca la ley, como en el caso del nacionalismo catalán y, en otro orden de cosas, la sucesión de Don Juan Carlos, son una forma de cortesía para los ciudadanos, a los que no se toma por niños malcriados, necesitados de cachetes y promesas ridículas. Frente al alboroto y la bullanga populista de nacionalistas, socialistas y otros compañeros politólogos, la discreción de Rajoy nos invita a entendernos a nosotros mismos como personas adultas, capaces de asumir responsabilidades. Como es lógico, el infantilismo y la gestualidad sobreactuada de sus adversarios iban a intensificarse.

Aún más cuando, cumplido el curso de la legislatura, se comprueba que las promesas realizadas antes de las elecciones se han cumplido, por fin, gracias a las políticas (el austericidio) puestas en marcha: bajan los impuestos, el empleo se dispara, el crecimiento entra en una fase de crecimiento estructural y sostenido, el Estado de bienestar está intacto y, en frase de Rajoy, se empieza a devolver a los españoles algo de lo sacrificado en estos años. Después de lo ocurrido, esta expresión no resulta demagógica. Indica más bien el espanto de Rajoy ante el tono campanudo y sentimental que cunde estos días. Es más que nada una manera de dar las gracias, propia de quien, por otro lado, ha dado la cara ante sus compatriotas, con 111 ruedas de prensa a sus espaldas durante su presidencia. El presidente ha trasladao a su gabinete que es el momento de «dar dinero a los españoles» y pese a que siempre ha sido el más optimista con respecto al resultado de las generales ahora le preocupa el «frente antipp» surgido de las autonómicas. Sabe que queda poco tiempo pero va a centrar su discurso en el PSOE, al que ayer atacó con especial dureza, y en desmontar el populismo de Podemos. Está convencido de que no sólo nos jugamos el Gobierno «sino el futuro de España». Cada vez está más claro el dilema político al que nos enfrentamos los españoles: civilización o guardería.