Alfonso Ussía

Hoy, de bolos

La Razón
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El cardenal Arzobispo de Venecia, Guiseppe Roncalli, no pudo conciliar el sueño aquella noche. Se incorporó del lecho y escribió en una nota sus preocupaciones. «Tengo que hablar seriamente con el Papa. La Santa Sede está siendo muy mal administrada, y el servicio a Dios y a la Iglesia no es su primer y único objetivo. De mañana no pasa que hable con Su Santidad». Roncalli, al fin, se entregó al sueño. Cuando fue despertado, a media madrugada, lo primero que vio sobre su mesilla noche fue su papel. Lo tomó, lo leyó y lo releyó. Él mismo lo contó, con su inagotable y bruida sentido del humor: «Al leer mis notas me apercibí de una circunstancia terrible. Que el Papa era yo».

Enredamos y adornamos nuestras intenciones y frases, sin darnos cuenta que lo más sencillo es lo que mejor llega a los demás. Se ha recordado en los últimos días un pensamiento en voz alta de Ronald Reagan, aquel gran presidente aborrecido por las izquierdas del rebaño. «Me he dado cuenta al fin, de que todo el mundo que está a favor del aborto, lo está porque no fue abortado y ya ha nacido». Yo vivo y por ello tengo el derecho a matar a los que van a nacer, más o menos. De la más llana simpleza surge el argumento incontestable.

De vivir don Francisco Silvela, en su «Filocalia», primer tratado escrito de la cursilería, se habría regodeado de la moda impuesta por el feminismo profesional y aceptada por las izquierdas del rebaño de dirigirse a «Todos y todas» y a los «compañeros y compañeras». Además de una cursilería digna de ser empaquetada con papel de color lapislázuli y lazo rosa con forma de corazón, es una costumbre grosera. Siempre se ha nombrado, por devoto respeto, antes a la mujer que al hombre. «Ladys and Gentlemen», dicen los británicos. «Compañeros y compañeras», usa el rebaño. Recuerdo el frenesí de Ibarreche principiando sus alocuciones con aquel ridículo «vascos y vascas» que tanto emocionaba. De hacer el ridículo se hace con cortesía y el «vascas y vascos» hubiera quedado mejor.

Estimo, por otra parte, que la fórmula ha envejecido. Hasta ahora, más o menos, y con las lógicas diferencias que establece la multitud, el progresismo se ha sentido satisfecho con la anterior tontería de los compañeros y las compañeras. En la actualidad, el inicio de un discurso mitinero puede resultar agotador si se cumplen todos los requisitos que exigen los actuales grupos sociales. «Compañeros, compañeras, compañeros gays, compañeras lesbianas, compañeros y compañeras transexuales, compañeros y compañeras bisexuales, ancianos y ancianas, maduros y maduras, jóvenes y jóvenas: El culpable es el Partido Popular». Y la ovación explosiona con el estruendo que merece.

Días atrás, asistí a una rueda de prensa en la que se presentaba un gran campeonato de bolos montañeses, el más importante de la región. Había periodistas de los dos sexos primarios. Hombres y mujeres. El Consejero de Educación, Cultura y Deportes de Cantabria, hombre amable, educado y culto, se dirigió al inicio de sus breves palabras a «todos y todas». Y habló del legendario y formidable deporte de los bolos montañeses, que según expliqué más tarde, de haber sido inventado por los ingleses sería olímpico, aunque en la Montaña, a pesar de las magníficas gestiones de sus federativos en los últimos años, ha perdido aficionados. No se han adaptado a los tiempos. Antaño, los días de fiesta, los vecinos de los pueblos, barrios y aldeas de La Montaña se reunían en los corros y durante todo el día se disputaban retos y partidas. Ahora, no hay un joven que aguante cinco horas de bolos. De bolos y bolas, que se le olvidó al Consejero referirse a los elementos femeninos del juego. Voy con frecuencia a los corros y a los grandes concursos, y lo hago porque gracias a su duración excesiva tengo la sensación de que las vacaciones de verano son mucho más largas. Aquí son muy suyos y todo lo que venga recomendado desde fuera para agilizar este maravilloso deporte termina en la papelera. Pero año tras año, un buen observador notará el descenso del número de aficionados en las tribunas, y la casi inexistente presencia de jóvenes. La afición al fútbol disminuiría si cada partido se dividiera en dos tiempos de dos horas cada uno. No obstante, ya me he rendido, porque son los propios jugadores los empeñados en expulsar al público con su parsimonia y lanzamientos de bolas basuras e innecesarias, y lo están consiguendo con toda brillantez. A mí, que amo a los bolos –los bolos y bolas–, profundamente, casi me han expulsado.

Demostración y alarde que demuestra que se puede empezar un artículo con un Papa, seguirlo con un Presidente de los Estados Unidos, tocar la sanguinaria máquina del aborto, recordar a don Francisco Silvela y la cursilería, tomar nota de la majadería de género del rebaño y finalizar con los bolos montañeses. Séame reconocido el mérito.