Desastre meteorológico

Huracanes

La Razón
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Los muertos pueden dormir bajo las aguas mientras Melania, modelo en jefe, patrulla Texas a bordo de sus tacones de pincho. A falta de que el presidente líe un porro de tuits y se indigeste, lo mejor que puede decirse de su incipiente gestión –falta el largo y costoso trámite de poner en pie lo hundido; por faltar incluso aguardamos la segunda parte de la tormenta, ahora sobre Lousiana– es que supo rehuir al fantasma de Bush junior, maldito entre malditos desde 2005. No está mal. Al pequeño de la dinastía texana le cayó la maldición de los libros de historia por lo que hizo y lo que no, y también porque sí. Dormimos mejor la noche en que logramos adjudicar las culpas. Identificar infractores apacigua la sospecha de que no todo puede controlarse y que no siempre diluvia por culpa de Washington. Siendo Washington un contenedor viscoso y libre que admite casi cualquier geografía. Aparte, cómo no van a recordar Katrina las imágenes del dragón Harvey, categoría 4, más lluvia en tres días que en 365, en realidad más lluvia en tres días que nunca, así como decenas de miles de millones en pérdidas y cientos de miles de desplazados. Todavía pesa la herencia del huracán que reventó Nueva Orleans, cuna del jazz desde Congo Square, allí donde los esclavos y sus descendientes amenizaban la tragedia con percusiones, y a la que Louis Armstrong no quiso volver para que lo enterraran. Katrina también actualiza Treme, la serie maravillosa que David Simons dedicó al pórtico del Mississippi. Un artefacto ligeramente maniqueo, con unos buenos impolutamente buenos y unos malos de cajón de saldo, pero que supo redimirse mediante la música. Jamás, en la historia de la televisión, o del cine, habíamos contemplado un artefacto en el que el rock and roll, el rhythm and blues, el jazz, el rap, el country, el folk, el reggae... y por supuesto el Mardi Gras, y sus héroes, latieran con la precisión y la audacia que trajeron Simon y cia. Más allá del arte, o sea, a este lado de la vida, la tormenta deja otro asunto crucial. El parte de muertos, terrible (30 mientras escribo), palidece frente al millar de las lluvias monzónicas en el sudeste asiático. Una disparidad que debiera de hacernos clamar contra lo mal repartida que está la suerte, y no digamos contra la baraja de unos recursos impares, cicateros y en manos de cuatro, pero que también alerta, para bien, sobre el salto adelante que hemos dado respecto a los caprichos naturales. Al menos en Occidente. La ventaja del huracán, la superioridad del terremoto, desaparece cuando la ciencia y el dinero urden su mejor alianza. No podemos anularlos, aunque sí reducir el número de cruces en el cementerio al punto de que, en cuanto al número de muertos, parezca la Operación Salida en vacaciones. Algo terrible y portátil. Casi asumible. Dentro de lo inasumible que es una sola muerte. Harvey fue letal, pero encoge cuando asimilamos lo que habría supuesto hace medio siglo. Asusta el cielo, pero menos que antes.