Reyes Monforte

Ignacio Echevarría

La Razón
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Creía Umberto Eco que el verdadero héroe es siempre un héroe por error, porque su sueño era ser un cobarde honesto como todos los demás. Yo me inclino más por el criterio del personaje de Blanche DuBois en la obra «Un tranvía llamado deseo», y siempre confío en la bondad de los desconocidos. No creo que la heroicidad aparezca como un error propio, si acaso ajeno, por un traspié del destino o por la equivocación de un tercero. El héroe aparece como lo hace el coraje, cuando más se le necesita, en el momento justo, ni dos minutos antes ni diez segundos después. En las situaciones adversas, en los momentos más dramáticos, en mitad de las grandes tragedias es cuando aparecen estas personas que hacen lo que les dicta su conciencia, su mochila de vida. Si a eso se le llama heroicidad, perfecto. Lo sabía Scott Fitzgerald: muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia. Y la hubo. Y se escribió. Después del sábado mortal vivido en Londres por los atentados terroristas, comenzamos a conocer los nombres y los rostros de las víctimas, pero también la identidad de algunos héroes, siempre contados. Uno de ellos se llama Ignacio Echevarría, es español, madrileño, y fue uno de los pocos que se detuvieron a ayudar a las víctimas y a enfrentarse con los terroristas. Para algunos podrá sonar a temeridad, para otros a clara heroicidad. Se escribe fácil sobre ello, pero protagonizarlo ya es otro cantar. Ignacio se encontraba haciendo deporte en la calle y cuando vio cómo el terrorista apuñalaba indiscriminadamente a una joven, no dudó en defenderla y encararse al terrorista. De hecho, fue el único de su grupo de amigos que actuó así, contrastando y mucho con lo que la policía británica aconseja: corre, escóndete y llámanos. No corrió ni se escondió: intentó defender a la víctima y plantó cara al agresor. Cuando escribo estas líneas, todavía no se sabe nada de Ignacio. Espero que cuando se publiquen o cuando las lean, haya aparecido y se encuentre bien. Su valentía y su humanidad permanecerán con independencia de cómo termine su historia. La historia de la humanidad se nutre de desconocidos bondadosos y valientes, no tanto de cobardes honestos. Los primeros marcan la diferencia.