Cristina López Schlichting

Juan Manuel, soldado ante Dios

La Razón
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Morir en combate es una variable que todo militar considera, por mero realismo. No creo que sientan menos disgusto que los civiles, pero le atribuyen un honor que les enorgullece. Yo creía que un soldado es el que sirve en el ejército, pero acabo de aprender que soldados somos todos. Me lo ha enseñado el caballero legionario Juan Manuel Giménez Barriocanal muriendo de cáncer con el honor del campo de batalla. 58 años, dos hijos, este señor de una pieza ha encarado la enfermedad como la batalla, sin rendirse. Todos los días, a pesar del cansancio, a pesar de las metástasis, se duchaba, vestía, bajaba a misa. Ha muerto de pie, después de llamar a sus hermanos y a su madre para asegurar que todo iba perfectamente. La carta que ha dejado a su hijo David, también militar, sobre sus últimas disposiciones con relación a su cuerpo, constituye un ejemplo de sencilla nobleza. Me permito reproducirla íntegra.

«Hola, David. Te tengo que hacer uno de esos encargos un poco siniestros (de ahí el nombre de la carpeta), pero para ti, al estar en el gremio, será fácil de entender. Me gustaría presentarme ante el Padre Eterno (ya sé que no es tu onda, pero ya me disculparás) como si de un nuevo destino se tratara. Quiero iniciar este viaje con uniforme de presentación, ya sabes, camisa blanca, corbata negra, guantes blancos. No quiero llevar divisas, ante el Padre Eterno no puedo ser más que un soldado español que quiere servir a su país, qué más da la graduación. No quiero llevar condecoraciones, ni más curso que el paracaidista. Sólo el rokiski, que me enseñó los valores de la milicia que tanto he amado y a la que tanto debo. Preocúpate de que mis zapatos estén brillantes y mi aspecto sea el que corresponde. Pásame revista como ese buen sargento que eres y del que tanto me enorgullezco. Puede que mi camino pase por un horno, pero ya sabes, pasaremos... como debe ser. Te quiero con todas mis fuerzas, hijo».

Tiene esta carta un poder que sólo tienen lo verdadero y lo sencillo. Es una misiva práctica y honesta, tan castellana como los padres de Juan Manuel. Probablemente tiene su origen en la despedida que el propio abuelo de David hizo cuando se moría: «Yo no sé vosotros –dirigiéndose a sus hijos– pero yo sí sé que me voy al cielo». Esta forma limpia y clara de creer es conmovedora incluso para quien no puede tener fe. La misiva evoca una habitación somera y ordenada, cuatro cosas en su sitio. Lo que llevan los legionarios en las campañas. Yo los he visto de servicio, en Kosovo, por ejemplo, y constituyen un espectáculo de concentración en el trabajo, de esencialidad y eficacia.

Ahora Juan Manuel está con su padre en el cielo. Espero que tire de nosotros, que todavía hemos de «pasar por el horno», qué forma tan humorística de expresarlo. La vida es una batalla y me gustaría morirla así. David, ya puedes estar orgulloso.