Televisión

Juego de tronos

La Razón
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Nada retiene el viejo brillo, el ajado esplendor en la hierba. Ni el rock and roll, atomizado, ni los iconos sexuales, cautivos de la anorexia, ni el fútbol, deporte al que dedican sus tardes los narcisos más tatuados a este lado del embarcadero. No digamos ya la televisión, cuya cacareada Edad de Oro expiró junto con los buscadores de pepitas en Deadwood y nuestro amado Tony en Nueva Jersey. A pesar de la evidente decadencia todavía encuentro gente dispuesta a afirmar que la actual televisión es ya el mejor cine. Querrán decir el cine más previsible y tramposo. Basta con revisar la programación de HBO, Netflix, Amazon, Huluy etc., y demás mascarones de proa de aquella televisión que nos enamoraba para asumir que quedan lejos hitos del calibre de las citadas «Deadwood» y «Los Soprano», de la grandiosa «The Wire» y, apurando a la baja, la torrencial y excesiva»Breaking bad» y (todavía más a la baja) aquel suntuoso culebrón titulado «Mad men». Nada de lo que hoy cocinan, y no digamos las historias y personajes concebidos por unos guionistas a los que poco a poco van cortándoles las alas, le llega a la altura del tafilete al imperial Al Swearengen. ¿Narcos y su Pablo Escobar brasileño? No mamen. ¿«Westworld»? A otro pavo con la enésima distopía. ¿«The walking dead»? Una castaña; nada que ver con el terror «low cost» de George A. Romero. Si acaso resta «Juego de tronos». Un mamut glorioso y a ratos tramposillo, con la dosis justa de inteligencia y cálculo, magia y cinismo, que circula a medio camino de la loca ambición de las creaciones de los tres David divinos, Chase, Simon y Milch, y los blockbusters del actual Hollywood. Juego de tronos, para entendernos, tiene muy clara su condición de máquina tragaperras y verbena para todos los públicos. De ahí que bajo la aparente audacia de sus protagonistas en perpetuo desfile al matadero lata un desarrollo argumental con sobredosis de azúcares. Tampoco voy a discutirle la producción fastuosa, o el talento de sus actores, pero convengamos que se trata de una telenovela multiplicada a la máxima potencia. Con sus rollos familiares, sus malos malísimos, sus celos y sus cuernos, sus guapas y guapos y, claro, su reparto de herencias. Todo bien aliñado sobre una trama en la que un puñado de familias matan por controlar «Falcon Crest». Juega a su favor el que los directores han decidido liquidarla antes de que Jon Snow y Daenerys Targaryen acaben amortizados en sus pozos de ambición, así como la inevitable euforia que provoca contemplar el vuelo de los dragones. Pero el monopoly del trono de hierro da para lo que da, el invierno tardó más de la cuenta y, cuando al fin caiga el telón, huérfanos de Khaleesi, será el momento de afirmar que a la Edad de Oro le sucedió el manierismo, la repetición y el efectismo, el bostezo. Fin de ciclo para unos tiempos espléndidos. Qué quieren, tampoco es cuestión de pedir la hoja de reclamaciones. Nada dura para siempre; menos que el riesgo y la alegría.