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La alcaldesa en el Madrid de los «besugos»

La Razón
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El ingenio madrileño, que maldita la gracia, fue el que acuñó, la expresión, creo yo que a modo de exorcismo: «besugos» eran los cadáveres que, al amanecer, se hallaban tirados por la Dehesa de la Villa, la Casa de Campo, la Ciudad Universitaria o en las tapias de los cementerios como el de San Isidro. El mote venía de esas bocas abiertas, los ojos, sin vida, grandes, hundidos de los besugos. Y eran muchos. El socialista Luis Araquistaín, del grupo de Largo Caballero, ya lo intuía sólo cinco días depues de la rebelión: «La limpia va a ser tremenda, lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio. Sobre todo los más significados». Pero escrita el 23 de julio de 1936, la profecía de don Luis no tuvo en cuenta que, en la época, el término «fascista» era muy ecléctico, y lo mismo servía para designar a un coronel africanista metido en faena en Mérida que a un general republicano y masón, como López Ochoa, tan odiado por lo de la represión de Asturias, en la que no participó, que le sacaron del hospital militar el 17 de agosto y pasearon su cabeza por Carabanchel, pinchada en una bayoneta. Fascista, pues, era media España; como marxista era la otra media, aunque entre los franquistas se discriminaba un poco más, y no se sabía si era peor andar metido a rojo o que te pillaran de catolicarra separatista vasco. Fascistas, por supuesto, eran «los curas», así, en general, y, aunque a los ojos de esta España indiferente de hoy pueda sorprender la saña de la persecución de la Iglesia del 36, lo cierto es que el «odio a la fe», que es como ahora se denomina el matar curas, fue la peor desde Diocleciano y muy por encima de la sucedida en la Revolución francesa.

Es un lugar común decir que en el Madrid republicano del 36, con el Gobierno desbordado, cada milicia actuaba por su cuenta. Por su cuenta, sí, pero con una coordinación y unos servicios de información más que notables. Quedaban, también, vestigios de la institucionalidad republicana, como esos jueces y funcionarios que seguían aplicando el reglamento en medio del caos y que tanto molestaban al director de «El Socialista» Julián Zugazagoitia: «Si digo que en Madrid ejecutaron a muchas personas, no me atraeré el odio de nadie, ni confesaré nada que no se sepa. «La Gaceta de Madrid», por inercia burocrática, era la encargada de difundir el testimonio de nuestra barbarie, publicando a diario unas listas inacabables en que determinados jueces reseñaban los datos de los cadáveres de desconocidos encontrados en su juridiscción para facilitar la identificación». Zugazagoitia también conocía el otro procedimiento de identificación de los muertos tirados en la vía pública: las fotos, macabras, de los cadáveres se amontonaban en cajas abiertas en la Dirección General de Seguridad. Allí, las familias rebuscaban y, casi siempre, encontraban. Así supieron, por ejemplo, los tíos de un curilla recién ordenado, Mariano Ros Ezcurra, de 23 años, de su destino. El padre Mariano pertenecía a la orden de los Sagrados Corazones, el colegio donde estudió quien esto escribe, y se había refugiado en la pensión que sus tíos tenían abierta en la calle Santa Isabel. De allí lo sacaron las milicias el 15 de agosto, seguramente gracias a un chivatazo, y su cuerpo se halló en la pradera de San Isidro. El caso es que, en el colegio, los curas nunca nos contaron la historia de sus mártires madrileños, que fueron media docena. A quien siempre tenían presente era al Padre Damián, el santo de los leprosos de Molokay. Pero gracias a la «memoria histórica» de Manuela Carmena vamos conociendo estas cosas, que nuestros abuelos, por cierto, se sabían al dedillo.

De este modo han vuelto a nosotros los carmelitas de Carabanchel, que, por supuesto, ni eran de Carabachel, ni conocían Madrid más que de paso. Frailes muy jóvenes –el mayor tenía 22 años–, nacidos en pueblos de Castilla y de León, recién profesos, y que estaban completando su formación en el convento de El Carmen, en Onda, Castellón. Aunque hasta el 10 de agosto el Gobierno de la República no ordenó la clausura de las instituciones religiosas, las autoridades locales ya habían actuado por su cuenta. La Guardia de Asalto ordenó el desalojo del convento, luego pasto de las llamas, el 27 de julio, y los treinta frailes que albergaba fueron detenidos y trasladados a Valencia. Es difícil seguir la pista de todos, ya que unos fueron asesinados en el camino y otros desaparecieron, pero el caso es que sólo nueve llegaron después a Madrid. Uno escapó. Los otros fueron retenidos en un asilo próximo a la estación de Atocha, hasta que el 18 de agosto los fueron a buscar, los subieron a un camión y los fusilaron en la tapia del cementerio de Carabanchel. No hay testimonios de sus últimas horas, aunque se contó en la época que al más joven, fray Ángel Sánchez Rodríguez, mal fusilado, le remataron al día siguiente. Sus cuerpos reposan desde 1960 en el santuario de la Virgen del Henar, en Cuéllar, Segovia, donde alguien ha llevado unas flores. Todo este asunto de las placas no es nuevo. Ya cuando la primera ola, la de Tierno Galván, se hizo limpia de fascistas del callejero madrileño y Manuela Carmena, que tiene edad suficiente, debería advertir a estos nuevos revolucionarios, de que vienen con tantos ánimos, que les puede ocurrir lo que a los protestantes en Tierra Santa. Que llegaron tan tarde que lo peor no es que se inventaran sus propios lugares santos, es que hicieron el ridículo. De puro sectarios.