Paloma Pedrero

La bondad

La Razón
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Leo en una entrevista a Richard Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad». Y yo estoy de acuerdo. La bondad es el cenit de la inteligencia. Porque, salvo excepciones, viene dada por un proceso de conciencia humana. He conocido pocas personas esencialmente buenas, pero he de reconocer que han sido las que más me han asombrado. Su bondad parecía fluir de un lugar misterioso, de un cerebro perfectamente engrasado que no necesitaba del pensamiento para actuar con indulgencia. Su vida tampoco es particularmente feliz o fácil. Viven en este mundo rodeados de fieras y caminan por las mismas calles que los demás. Pero los buenos por naturaleza parecen percibir las cosas de diferente manera. Con tremenda sencillez entienden al que les da un codazo o les pide un préstamo. La gente buena comprende a la gente no buena. Son de madera noble y honrada. Siempre he envidiado ese don. Su don.

Seguidamente estamos los otros, los que queremos ser buenos pero no nos resulta del todo posible. Porque por motivos que suelen que tener relación con la infancia, hemos ido creciendo con miedo al desamor. Cuando uno padece ese temor, y somos muchos los afectados, está muy sujeto al ego. Se protege demasiado. Quiere ser el centro del centro. Y en esas circunstancias la bondad tiene poco espacio. Anda como que quiere actuar y no la dejan. Pero querer ser bueno es cosa de mérito. ¿Cuántos se lo plantean? ¿Cuántos luchan con su defecto para conseguirlo? Querer ser bueno es una opción trascendente. Un reconocer que sólo desde una transformación personal profunda podremos aportar bondad a lo de afuera. Es un difícil pero hermoso camino.