Pedro Narváez

La condescendencia

La Razón
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Lo primero que vi al abrir los ojos en el nuevo año fue una bandada de pájaros. El sol los hacía brillar como si llevaran escamas de pescado. Nos abandonaban en dirección sur. El cielo estaba limpio. Le acababan de pasar la balleta después de una noche de petardos que causó pesadillas a mi perra. Los humanos siempre dispuestos a explotar caiga quien caiga. Acababa de leer, ya sin la urgencia de la nota periodística, los obituarios de Carmen Franco, que no alcanzó a vivir los fuegos artificiales. Apenas había tenido noticias de esta mujer. De Franco sólo conservo el día soleado sin colegio cuando murió. Luego, a la nieta y a otra suerte de parentela algo ridícula, por televisión y en las portadas del «¡Hola!». Del hombre al que se exhuma cada día no encuentro ninguna referencia en mi biografía. El recuerdo de su hija, si es que alguna vez lo tuve, se había borrado el mismo día en que se disipó su padre. Fue la hija de. Como cualquiera de nosotros, con la diferencia de que no llevamos ese apellido. Me encontré con las necrológicas biográficas, con algún retoque literario para acentuar que se trataba de un personaje que fue testigo del siglo XX. Como cualquier abuela, pensé. Nada extraordinario, aunque algunos compañeros daban a esa obviedad una importancia capital que les valía los minutos que habían tardado en redactar. Lo que sí me llamó la atención de una manera desagradable fue la condescendencia, ese momento en que el periodista perdona la vida a la muerta después de transitar circunloquios y juicios de valor. Escribían sobre la hija de Franco, pero para que quede claro que no eran ni por asomo simpatizantes franquistas, como si todavía quedasen, añadían algún adjetivo negativo o daban a una costumbre, la de ir a misa con frecuencia, un tono plomizo, como si fuera franquista ir a misa o haberse mantenido, bajo la influencia del padre primero, y de su marido después. Al cabo, lo que han hecho las mujeres que como ella ya habían pasado de los noventa. Jóvenes plumas la trataban con la misma condescendencia que en su momento aquellos varones. Le hacían el tránsito oscuro, que es la palabra con la que han aprendido a reseñar una época. Toda esa agua putrefacta iba calando párrafo a párrafo sobre el ataúd de papel de los periódicos. Los lugares comunes, pretendidamente prosaicos, se relevaban en una carrera de obstáculos que el periodista quería saltar para llegar a la meta incólume a sus ojos. Esa falsa objetividad fue más irritante que los mensajes de las redes sociales, tan acostumbrados ya a la barbaridad y el histrionismo como una de las bellas artes del siglo XXI. La condescendencia convertida en género periodístico. Eso es lo que quedó al final del día. La empírica conclusión de que los autores de los obituarios pasarían bien el fin de año sintiéndose tal vez más demócratas porque habían dado matarile a una mujer que, vaya descubrimiento, quiso a su padre, aunque fuera Francisco Franco. Vuelvo a los periódicos para recomponer la cara de «Carmencita». Y no. No me dice nada. Existió sin darnos cuenta. Hasta que le dio oxígeno envenenado el escribidor.