Francisco Nieva

La desgracia de tener suerte

La Razón
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Tras un doloroso y primer parto fallido, mis padres decidieron no tener más hijos y vivir la vida amándose, divirtiéndose, leyendo, visitando los más famosos restaurantes, asistiendo a los más renombrados fastos del Teatro Real. Y así, mi madre me contaba que asistió a la gran presentación en Madrid de los famosos Ballets Rusos de Diaghilev, con el estreno de PARADE, de Picasso y Satie. Con las risas y aplausos del Rey Alfonso XIII, con los hombres vestidos de rascacielos y el desgonzado caballo de tela, típicamente picassiano.

Durante nueve años, mis padres vivieron en Madrid, en la Plaza Mayor, en el piso del arco 6 de Julio, pegándose la gran vida bohemia. Se hicieron con una docena de coches de punto, con los que hacían gran negocio con sus viajes a PARISIANA, el casino de juego, en las afueras de la capital. Lucrativo negocio el suyo. Pero al cabo de esos nueve años decidieron, muy conscientemente, tener un hijo. Y así fui yo concebido, en un ambiente muy relajado y refinado, con mucho teatro y diversión, mucha escogida lectura y mutua pasión. Pero sobrevino la dictadura de Primo de Rivera y PARISIANA se cerró. Ya no daba de sí el negocio de los coches de punto y volvieron al pueblo de Valdepeñas, donde nací. Nada más venir a la vida, fui bautizado con una copa de manzanilla por un presbítero borrachín. Bautizo que se celebró en la plaza de toros por todos lo amigachos de mi padre. Mi nacimiento se festejó como el de un príncipe. Y sí, vi la luz con los mejores augurios del mundo. Mis padres se volcaron en mí. Mi padre me inició al teatro, su mayor afición, ante un precioso teatrillo de cartón editado por la casa Seix y Barral, de Barcelona, que, luego, publicaría mis primeros libros. Un precioso juguete, premiado por su gran valor educativo y concebido por famosos escenógrafos, como el vagneriano Alarma y otros de su categoría, con obritas resumidas para niños como «El mercader de Venecia» o «La fierecilla domada». Mi padre daba rienda suelta a su gran afición, haciéndome el pueril espectador de su fantasía. Y así, yo fui predestinado a la carrera teatral como autor y escenógrafo, figurinista y director de escena.

Mi madre también se empleó en mí de un modo excepcional. Desde muy pequeño me hablaba como a un interlocutor adulto, sin que yo me enterase una papa de lo que decía, en un soliloquio confesional y subjetivo. Más tarde, sí, a la fuerza. Por lo que terminé hablando con bastante corrección. Ella se contaba a sí misma como una novela cuya protagonista y heroína no era otra que ella misma, la señorita Pilar Nieva Rodero, que hubiera querido ser artista, escritora, actriz, cantante... Iluminada por la esperanza de que el artista famoso lo fuera yo. Los dos se esforzaron en aquel empeño, en prepararme para el éxito más patente y definitivo.

Tuve mucha suerte. Muy joven todavía, me exilié y terminé emparentando con una poderosa e influyente familia judía, los Escande, uno de cuyos miembros era Maurice Escande, secretario perpetuo de la Comedia Francesa y gran actor a su vez. Mi mujer era administrador civil del Centro de Investigaciones Científicas francesas, cuya gran biblioteca estaba a mi entera disposición. Muy pronto conocí la vida del gran mundo, con todas sus preocupaciones y trabajos. Tanta suerte me parecía una desgracia que me limitaba y me impedía vivir más libremente, casi una condenación. Me sentía la víctima de mi suerte, metido de rondón en aquel gran mundo, sometido a sus exigencias y deberes. ¡Y cuántos no se hubieran cambiado por mí! El éxito me perseguía como a una presa de lo más seguro. Esto viene a ser lo más paradójico de mi existencia. A veces, el éxito me amarga y puede parecerme una liviandad, con tan onerosas obligaciones como las de mi vida juvenil con los Escande. La fama es muy fatigosa de sobrellevar. A este respecto, soy un desencantado particular, pero mi desencanto es creador. Mi placer es solo trabajar, dibujar, expresarme sin límites ni prejuicios, como si fuera un desgraciado sin suerte o un tipo bien vulgar. Quisiera ser lo que todo el mundo, movido por una gran ilusión, una grande y vulgar ilusión. A veces, reniego de aquella mi buena suerte inicial. Aquella época dorada de mi suerte solo me parece de latón.