Pedro Narváez

La Fiesta Nacional

La Razón
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Lo peor que le puede pasar a Pilar Rahola es que su santo coincida con el día de la Fiesta Nacional. Está a tiempo de cambiarse el nombre en el nuevo pasaporte que expedirá la CUP antes de regatearle sus propiedades. Si España no fuera un país acomplejado, agazapado siempre en la esquina del ring a punto de besar la lona, el lunes sería un guateque. El síndrome Trueba, que tiene todo el derecho a sentirse pigmeo si le viene en gana sin que sus adversarios sobreactúen, entre ellos el ministro de Cultura, se ha larvado en décadas de maltrato hasta el punto de que muchos españoles creen que aún le han castigado poco, que algo habrán hecho en un pasado lejano de leyendas negras, o que es mejor pasar desapercibido mientras los nacionalismos muestran sus plumas de pavo real sin rey en un aquelarre altamente contagioso.

Hay fiesta del orgullo gay y del orgullo garrulo, que están bien para los que la disfrutan, pero lo del orgullo español es una calamidad en la que algunos sólo ven a la cabra de la legión, a la que acabarán prohibiendo como los toros, y una rémora franquista. O sea, que en vez de reivindicarla como una fecha feliz para festejar lo que nos une, la ridiculizan para escupir sobre lo que nos separa.

La izquierda de ahora, no la de antes de la república, que mitificaba a El Cid siguiendo a Alberti el dinamitero y mantenía la patria dentro de su eslogan, prefiere no molestar o más bien prefiere no molestarse en cambiar ese falso relato en el que España es la madrastra de Blancanieves y se refugia en la polisemia de Pedro Sánchez, ese juego infantil de inventar palabras. Nada existe hasta que no se nombra, pero este jefe socialista que de vez en cuando saca una gran bandera como complemento de vestuario cree que con sólo incorporar acepciones a su diccionario de bolsillo se resuelve el discurso, tan etéreo que nos traspasa, según he sabido esta semana gracias al Nobel, como un neutrino.

Por ese acobardamiento ante el independentismo feroz, el 12 de octubre , como sucede el 4 de julio en EE UU o el 14 del mismo mes en Francia, debería servir para convertirnos en una cívica e imaginaria cadena humana que celebre el antinihilismo, ya que el día siguiente amanece, que no es poco, y así sucesivamente hasta el futuro que tendremos que escribir con renglones derechos, torcidos y borrones sin cuenta nueva. Lo que es construir un país.

Que se tenga que hacer pedagogía con España es la demostración de un monumental fracaso del que todos somos culpables por desidia u omisión. Y se abrirá de nuevo el melón de la reforma constitucional, ese falso paraíso de donde brotarán hamburguesas y casas gratis a sabiendas de que vivimos un momento de analfabetismo político cuyo fin es añadir unas faltas de ortografía a una obra maestra. Si no hemos sido capaces de acordar un Estatuto de Autonomía, imagínense una Carta Magna bronca tal que del parlamento ucraniano.