Historia

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La matanza

La Razón
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En estos días de noviembre, pasada la fiesta de San Martín, el popular santo de Tours que dio la mitad de su capa a un mendigo aterido de frío, y con la primera nevada espolvoreando las sierras de las Tierras Altas, se inauguraban en el pueblo las matanzas. Había que aprovechar el primer ramalazo del invierno adelantado, que obligaba a refugiarse en la cocina junto a la lumbre y a ponerse la pelliza y el tapabocas para salir de casa. Era la oportunidad esperada. El cebón ya no ganaría más arrobas, y la necesidad apretaba: la pequeña tinaja de la conserva estaba vacía en la alacena, no colgaban ya vueltas de chorizo de las varas de la cocina y hacía tiempo que se había consumido el último pernil de tocino. La fresquera también estaba vacía. Allí no se conocía el frigorífico ni había luz eléctrica ni supermercado. En la dura posguerra dependíamos, para sobrevivir, del grito desesperado del cerdo en el banco de la matanza

Al rayar el día resonaba el agudo chillido del cochino, arrastrado en el portal de la casa, desde la pocilga, hasta el ancho banco de la matanza. Toda la familia, mayores y pequeños, participábamos en el rito semisagrado del sacrificio del cerdo, mientras su sangre caía a borbotones sobre las sopas de pan de la gamella, cortadas de la hogaza la noche anterior, con las que se prepararían esa misma noche las dulces morcillas. El matarife y la víctima se mantenían unidos hasta el final, en una extraña comunión, mediante el gancho de hierro que iba del garganchón del indefenso animal a la pierna del hombre. Visto desde la distancia, aquello podría parecer un acto de crueldad, de maltrato animal y hasta de sadismo. Pero entonces era para todos nosotros un acontecimiento festivo, primitivo por supuesto, cargado de inocencia, un reflejo fiel del ciclo natural de la vida y de la muerte, una celebración cargada de humanidad. Una vez muerto el cerdo, se somarraba en el corral con paja de bálago de centeno y después se lavaba su cuerpo amorosamente con agua caliente y se raspaba su piel con tejos hasta dejarla limpia y tersa. A estas alturas de la vida, uno tiene serias dudas de que la conciencia moral de la humanidad, a pesar del animalismo actual, haya mejorado de entonces a hoy.