Escritores

La memoria

La Razón
La RazónLa Razón

Dice Borges que «somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». O sea, somos lo que hemos vivido, lo que recordamos. Por eso, acaso el mejor dispositivo para recuperar la memoria sea volver a los lugares de la infancia y revivir lo vivido. Es lo que he hecho yo en unos días cargados de estrépito político. En una semana he viajado dos veces a los campos de Soria, que están en su momento de esplendor. El paisaje se torna por unos días un tapiz que se despliega según vas andando, siempre el mismo y siempre distinto, como el mar. Dominaban los verdes, mezclados con los tostados y dorados de la mies, que contrastaban con los remiendos rojizos y pardos de la barbechera. Los orillos y ribazos eran un estallido de flores azules, rojas, amarillas, violetas...La mayoría no he sabido nunca cómo se llaman, pero lo que importa es que son las mismas flores de mi infancia. Y los mismos trigos, los mismos pájaros, los mismos escaramujos con rosas elementales de cuatro pétalos, los mismos tomillares florecidos en la subida del castillo. Es como un milagro esta explosión de vida en una tierra árida y fría de largos inviernos y anchas soledades. En Sarnago ese día soplaba el aire de la Alcarama y se agradecía el abrigo. Comimos toda la familia en la escuela, en una larga mesa, con la estufa de leña encendida, como entonces. El humo de la estufa me devolvía a los inviernos de mi niñez. Las viejas fotografías de las paredes, con tantos rostros antiguos, se hacían presentes en la celebración como apariciones del más allá. Y en cualquier momento podían empezar a tocar solas las campanas de la torre derruida, asentadas en el suelo del portal de la escuela. La subida al cerro del castillo, un lugar mágico de la España celtibérica, una atalaya sobre las Tierras Altas, se pareció mucho a un viaje iniciático. En Valtajeros, por la tarde, también en busca de los orígenes, subí al campanario y desde allí recorrí las almenas de la singular iglesia. En fin, la víspera de San Juan acudí a El Burgo de Osma al reencuentro, sesenta años después, con los compañeros de estudios. De pronto aquellos alegres muchachos, con los que compartí rezos, juegos y pupitres, eran ahora ancianos venerables, cuyas identidades resultaba difícil descifrar entre los estragos del tiempo y las nieblas de la memoria.