Historia

Historia

La nieve

La Razón
La RazónLa Razón

Dicen los del tiempo que va a nevar en las Tierras Altas. En el pueblo bastaba con observar las nubes cárdenas acordonadas en la sierra y sentir en los huesos el latigazo del cierzo para adivinar su llegada. Las heladas y el calamoco precedían a la primera nevada. Había señales de sobra. Los perros retozaban jugando al marro en la calle. Los gallos cantaban de madrugada con voz aguardentosa. Las urracas se acercaban a los corrales de los cortinales en busca de cobijo... Lo mejor era meter la hornija bajo techo. A estas alturas de noviembre, a nadie le extrañaba allí que el día amaneciera blanco. A la nieve –las «moscas blancas»– se la recibía con naturalidad y hasta con cortesía, como a una vieja dama conocida. Un silencio especial, distinto de todos los silencios, envolvía el caserío. El blanco manto cubría los tejados y las calles, se asentaba en el alféizar de las ventanas, envolvía los bardales, se apoderaba de los campos, embozaba los ribazos, trasfiguraba el monte y desfiguraba los caminos. El humo de todas las chimeneas se perdía en el gris espeso de las nubes bajas. Las ovejas recién paridas, con los zarzos de la majada abastecidos de gabejones de heno o esparceta, balaban con un balido largo y dulce buscando a sus caloyos.

Esas son las imágenes que guardo de aquellos días blancos de la infancia. Cada nevada se me antojaba distinta aunque pareciera la misma. Como las emociones que levanta aún entre los que venimos de aquellos largos inviernos. Recuerdo que una alegría salvaje se apoderaba de nosotros contemplando los primeros copos o paseando por el monte nevado siguiendo las huellas de las liebres. Aquel paisaje nevado de la niñez, siempre soñado, pierde, sin embargo, sentido si nadie lo contempla, si no hay niños tirándose bolas en la plaza, ni una mujer enlutada, envuelta en su mantón, que baja de la fuente por la calle, con cuidado, con un cántaro en la cabeza; si no se ve en la calle huella humana ni de animal, ni se oye el balido de una oveja recién parida, ni sale humo de ninguna chimenea, ni está encendida la estufa de la escuela... Cuando esto ocurre y la nieve cubre piadosamente el pueblo abandonado, como es el caso, el silencio se vuelve sepulcral y la nevada se convierte en una mortaja blanca.