Ángela Vallvey

La ofensa

La Razón
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Es curioso que ahora, cuando se ha hecho del insulto y el escarnio anónimos un arma de destrucción masiva (demolición de reputaciones, honradez, nervios...), vivamos permanentemente instalados en la «cultura de la ofensa». Es muy difícil, a veces imposible, pedir responsabilidades por las injurias, infamias, amenazas y vejaciones que se realizan de manera anónima a través de las redes sociales; sin embargo, resulta muy sencillo interponer quejas y demandar responsabilidades a personas que sí dan la cara en los medios de comunicación por asuntos incluso traídos por los pelos, absurdos y ridículos, sin ninguna base justa. Verbigracia, aparecer en televisión –especialmente si se trata de una cadena pública– exponiendo opiniones que pueden versar sobre los temas más ligeros y superficiales, le puede reportar a quien ose hacerlo una verdadera avalancha de quejas formales. Es prácticamente imposible decir en una televisión pública «buenas tardes» y no recibir una andanada de reclamaciones por parte de espectadores ofendidos, afrentados y humillados por tal demasía. Podríamos convenir que, en los tiempos que corren, más nos vale ser políticamente correctos si queremos dar nuestra opinión en público. Lo malo es que, a estas alturas, lo políticamente correcto ya no sirve, ¡se ha quedado corto! Estamos alcanzando cotas de auténtico disparate. Resulta notable cómo se da curso a las exigencias, peticiones y solicitudes más delirantes y enloquecidas, lo que propicia y fomenta la queja interminable. La cultura de la ofensa es ya estructural. Se aprecian dos corrientes contrapuestas, con los mismos intereses de fondo: una auténtica explosión de intimidaciones, vilipendios, agravios y ataques de violencia inusitada, siempre lanzados desde el anonimato. Y frente a ese fenómeno virulento, otra corriente tóxica y ponzoñosa, en ocasiones protagonizada por los mismos que atacan de manera anónima, que esta vez protestan ofendidos, y se corona mártires, provocados y heridos –aunque ya no de incógnito, sino con nombre y apellidos, para dar credibilidad y formalidad a sus reclamaciones–, víctimas de personajes más o menos públicos. Esto es debido a un fenómeno fuertemente democratizador de la opinión, que ha venido de la mano de la última revolución tecnológica. Hasta hace poco, el consumidor, votante, ciudadano de a pie anónimo, recibía publicidad, mensajes ideológicos, información... Era un simple receptor, jamás emisor. Mientras, el personaje público apenas era consciente del impacto de sus palabras, porque no existían canales para recibirlo. Pero los tiempos han cambiado. Y, hoy, manda «el cliente».