Alfonso Ussía

La Paz

La Razón
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En el culto católico, se instituyó pocos decenios atrás la acción de darse la paz entre los fieles. Creo que innecesaria, porque la religión católica es de paz y de perdón, y todos los asistentes a la Santa Misa ya se han deseado la paz los unos a los otros por el mero hecho de su presencia. No obstante, la costumbre se mantiene y no hay que enredar más de lo debido.

Cuando se impuso se produjeron malentendidos. Mi abuela política, María Gil de Biedma, viuda de Antonio Muguiro, capitán de Caballería y de los Húsares de la Princesa, y madre de doce hijos, uno de los cuales, Ignacio, es Padre Jesuíta y lleva más de sesenta años en el Perú, no fue informada debidamente del novedoso rito. Tenía el carácter fuerte y un gran sentido del humor. Y cuando el sacerdote pronunció las palabras «Daos fraternalmente la paz», doña María respondió al pacífico saludo de su compañero inmediato con su presentación: «Viuda de Muguiro», dijo mientras estrechaba su mano. Mi amigo Eugenio Egoscozábal huía por sistema de un pelmazo que sólo pretendía invitarlo a comer. Meses llevaba llamándolo por teléfono y no se ponía nunca. Mala suerte. En el Buen Pastor de San Sebastián, su vecino inmediato en la bancada era el invencible tostón. «Daos fraternalmente la paz», pronunció el oficiante. Y Eugenio atendió al ruego y ofreció su mano al pelmazo, que en lugar de desearle la paz le chorreó en susurros: «A ver si te pones al teléfono, coño»; «no me da la gana», respondió Eugenio en la dación de paz menos pacífica de la reciente Historia de la Iglesia.

En verano, muchas familias van a oír la Santa Misa con todos sus componentes. Abuelos, padres, hijos, nietos, sobrinos y la profesora de natación. Y cuando llega el momento de darse la paz, el barullo que se forma es espectacular. Niños saltando por encima de sus padres para besar a los abuelos, abuelos produciéndose dolorosos esguinces por alcanzar al nieto díscolo, matrimonios que se besan de refilón porque discutieron la noche anterior, el hijo desplazado a la última fila de los bancos que se recorre el pasillo de la nave central para saludar a sus padres, y la profesora de natación que se lleva la paz de todos, como suele ocurrir con las profesoras de la natación. Y cuando la Santa Misa está a un paso de finalizar, queda algún revuelo en algún lugar determinado producido por quienes consideran que su deber es seguir dando la mano al resto de los presentes, colaborando con la relajación del ambiente.

Los fieles acostumbran en verano, siempre que la Misa se ofrezca en lugar costero, a ir vestidos de playa y chiringuito a la Iglesia, como Pablo Iglesias cuando visita al Rey. Y siempre recuerdo aquellas misas de diez de la mañana, cantadas por el Coro del Antiguo, en la parroquia del mismo nombre de la calle Matía de San Sebastián. Oficiaba el padre Rementería, y nos hablaba en su prédica de la obligación cristiana del amor al prójimo. De golpe, cambió el tono y el sustento de su homilía y nos formuló una serie de preguntas a los allí presentes muy cercanas a la extravagancia: «¿Es tan alta la marea que llegan las olas al altar? ¿En la Sacristía hay rocas con pozas para pescar quisquillas, cangrejos y carraquelas? ¿El suelo de este templo es de madera de pino o de arena de playa?. Pues si no llegan las olas al altar, aquí no hay cangrejos ni quisquillas y el suelo no es de arena, ¿qué hace esa familia con cubos, palas, flotas, chancletas y con trajes de baño en la iglesia, además de un cocodrilo de plástico y una sombrilla con palo y todo? Los que quieran misa, a misa; los que quieran playa, a la playa. Así que, todos los de esa familia, ¡ a la playa!». Y fuéronse.

Hoy escribo con un acerado dolor en el dedo meñique de mi pie izquierdo. Un niño, bastante entrado en kilos, me ha pisado al acudir a dar la paz a su abuelo, que asistía a la Santa Misa a mi lado. Lo malo es que no se ha conformado con pisarme al ir, sino también al volver, suplicio que no le deseo ni a mi peor enemigo. De ahí, que la Iglesia habría de reglamentar algo mejor la acción de darse la paz. Por ejemplo, «daos fraternalmente la paz en silencio, sin paseos y procurando no pisar a los que sufren de protuberancias en los pies».

Sería una gran muestra de humanidad y comprensión que traslado respetuosamente a quien corresponda. La paz sea con todos.