Cristina López Schlichting

La viad buena

La Razón
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En las cercanías del Adviento me da por pensar. Un vicio feo, lo sé. El hombre es un ser finito que desea el infinito que no puede procurarse. En esta paradoja transcurre su vida. Desea la felicidad o el placer para siempre, sin solución de continuidad, en todas partes y en relación con todos los que ama, y lo desea de forma inútil.

Tal vez por eso –según explica divinamente el filósofo y jurista italiano Giuseppe Capograssi– la sociedad se ha especializado en la cultura del olvido, para intentar sustraerse a este fatum doloroso. El recurso más eficaz es el trabajo como obsesión, vivir para trabajar ¡Lleva tantas horas y con tal intensidad que impide pensar en el propio destino! En el escaso tiempo libre nos auxilia el deporte, hemos construido una cultura cuyo ocio consiste en pensar en los goles de los equipos y darle vueltas durante horas. Así, de forma inadvertida, va llegando la muerte.

Hace un par de años, en agosto del 2015, moría el neurólogo y escritor británico Oliver Sacks, un icono del siglo. Sorprendió mucho que, quince días antes de fallecer de cáncer, escribiese un último artículo titulado «Sabbat», sobre el día santo de los judíos. Hebreo y descreído, había abandonado de joven la fe de sus mayores, entre otras cosas por la brutal reacción de su madre hacia su homosexualidad: «Eres una abominación», le dijo retomando las palabras del Levítico. Ochenta años después dedicó sus últimas fuerzas precisamente al recuerdo conmovedor de su madre dejando de lado sus tareas de cirujana y concentrándose en cocinar delicias y encender velas. Del padre, encabezando las plegarias en torno a la mesa. De las horas felices recibiendo visitas en el día sagrado en que está prohibido encender fuego, o usar el teléfono o, desde luego, trabajar.

A mí no me resulta raro el artículo postrero, porque explica de forma circular la vida de un hombre que empieza sus pasos consolado por la fe de la tradición y, después de apartarse, regresa a casa. Según confiesa él mismo, tras emigrar a EEUU, «la pérdida del significado de la vida me llevó a la drogadicción» y sólo la vocación médica consiguió rescatarlo de las adicciones. Con ayuda de un primo –el premio nobel Robert John Aumann– celebró de nuevo un sabbat familiar (esta vez con su amante Bill al lado, admitido en un judaísmo mucho más tolerante). E incluso se atrevió a pisar Israel.

Sabbat es para Sacks la conclusión de su artículo y su vida, como experiencia de bien y paz, como «casa». «No tengo –termina el escritor– ansias espirituales o metafísicas, sino de vida buena». Efectivamente, nuestros deseos tampoco son especulaciones abstractas, sino ansia de certeza mundana. Lo resumió muy bien en la pasada fiesta de la Almudena el cardenal Carlos Osoro: «No nos sirve un Dios pensado o teórico, necesitamos un Dios de rostro humano». Adviento y Navidad repiten el Sabbat. La experiencia de bien que suspende, al menos por un período, la prohibición moderna de reflexionar.