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Bruselas

Las inquietantes aldeas de Astérix

La Razón
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Mientras Cataluña vive la campaña electoral más atípica de nuestra historia y ante la atenta mirada de una Europa que, escaldada de los quebrantos acarreados por el nacional-populismo aún no da crédito a la osadía de quienes han desafiado a un estado miembro, las elecciones regionales de hace tres dias en Córcega volvían a mostrar un nuevo paso hacia lo que se promete como el verdadero y auténtico problema de la UE, eso que al margen del azote terrorista y el fenómeno de la inmigración inunda de fantasmas y pavor genético a un proyecto basado en la integración y la mutua dependencia. La victoria abrumadora de los nacionalistas corsos refuerza ante el jacobino por excelencia estado francés, no sólo exigencias como la liberación de terroristas o la imposibilidad para no residentes de comprar inmuebles, sino un concepto de mayor autonomía que el ideario nacionalista sitúa como escalón previo a una independencia a la vuelta de no muchos años.

Siendo cierto que lo de Cataluña –asumido ya el que será largo y amargo trago del Brexit– es hoy el principal órdago secesionista en territorio de la Union resultaría ingenuo y poco realista no reparar en esas otras «aldeas de Astérix» que como la aluminosis amenazan con mermar los cimientos mismos del edificio común europeo, no tanto por su tendencia cerrada a levantar muros, como por la indisimulada inclinación llegado un punto del recorrido, hacia elementos xenofobos y de odio que les sitúan codo con codo junto a lo más deleznable de las extremas derechas del norte y de algunos populismos de izquierdas en el sur.

El secesionismo catalán ha pretendido mirarse en un doble espejo, el de la independencia de Kosovo –cuyos ciudadanos cabe recordar que no disponen entre otras cosas de libre circulación fuera de su estado– y el de Escocia por aquello de coger el rábano por las hojas de un referéndum que allí sí que era legal, hoy sin embargo son otras muchas aldeas de Astérix las que han tomado ya a Cataluña como ejemplo a seguir. Ese es el auténtico desafío a España y a Europa por extensión, el germen de lo que Bruselas –entendida obviamente como capital europea que no belga– contempla como una nueva internacional, la internacional del nacional-populismo en la que encajan como llave en la cerradura variopintos perfiles llámense Le Pen, Theo Francken, Varoufakis o por supuesto Puigdemont. La realidad es que Cataluña tiene muy poco en común con otros territorios con reivindicaciones identitarias dentro de la Unión, pero sí que hay curiosas coincidencias en la manera de actuar de los profetas del independentismo –recuérdese que la Padania soberana fue un invento de Umberto Bossi y su «Roma ladrona» que tocó a su fin justo cuando Berlusconi le hizo ministro– coincidencias a la hora de tergiversar la historia a la carta, de repetir mil veces una mentira para convertirla en verdad o de fomentar el odio sistemático al vecino. Tal vez por ello el post 21-D preocupa a los gobiernos de Europa tanto como al Gobierno de España.