El desafío independentista

Las palabras y los hechos

La Razón
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En política las palabras son hechos y los hechos son palabras. Lo demás es administración, burocracia. Por eso los tecnócratas nunca resuelven los problemas políticos, aunque resulten muy útiles e incluso brillantes en la intendencia de los gobiernos. Pero meten la pata cuando los asuntos no son cuestión de abogados del Estado, fiscales y otros leguleyos, sino que resultan de confrontaciones ideológicas, propósitos opuestos o melancólicas aspiraciones nacionalistas. Lo hemos visto a raíz de la solemne notificación, con movilización de masas incluida, del referéndum de independencia de Cataluña para el primero de octubre. «Es sólo un anuncio», ha dicho el portavoz del Gobierno; «son sólo palabras», se ha indicado desde la Fiscalía General del Estado; y en ambos casos se ha señalado que se actuará cuando Puigdemont y los suyos «pasen a los hechos». He aquí toda la política encerrada en una página del Boletín Oficial; lo demás, al parecer, no son hechos dignos de consideración. Y llevamos así años en los que, mientras el nacionalismo secesionista se crece, los que dicen defender la unidad de España no hacen nada o, cuando hacen algo, llegan tarde porque los hechos siempre se adelantan al proceloso procedimiento de jurisconsultos y picapleitos.

Hacer política es usar las palabras. Y en este caso, en el que lo que se pretende es dar un golpe al Estado, las palabras para lo que han de servir es para poner a los nacionalistas frente al procedimiento democrático. Éste no es otro que el debate ordenado y sin trampas de las ideas y proyectos, así como la adopción de decisiones de acuerdo con reglas preestablecidas y transparentes –no mediante subterfugios ventajistas y oscuros– para establecer la correspondiente mayoría. No se trata de que el asunto de la independencia no pueda ser discutido y resuelto, pues como ha reiterado el Tribunal Constitucional las asambleas autonómicas son competentes para proponer reformas constitucionales conducentes a la independencia de una parte del territorio de España. De lo que se trata es de que, en ese asunto, los nacionalistas se ajusten al método que, en el marco de la Constitución, nos hemos dado en España y no a reglas ad hoc –como el pretendido referéndum– que no encierran sino una intención fraudulenta. Sin embargo, esto no excluye una posible consulta catalana acerca de la elevación por el Parlament de una propuesta de cambio constitucional al Congreso de los Diputados.

¿Por qué, entonces, los políticos y gobernantes que quieren una España unida, no se dejan de metáforas que parecen sandeces –como las que emplean símiles futbolísticos o las que interpretan las reclamaciones secesionistas como actos pre-electorales– y no se ponen a la tarea de legislar acerca del procedimiento democrático exigible en tan trascendente asunto y establecer las condiciones que obligarían al Congreso de Diputados a tomarlo en consideración? Inspírense, si no tienen ideas, en Stéphane Dion y su canadiense Ley de la Claridad. Sólo así podrán sacar al país del bucle nacionalista que amenaza destruirnos con palabras que son hechos.