TV3

Las públicas

La Razón
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El cachondeo a cuenta de TV3, montaraz tenderete de propaganda, ha vuelto a recodarme el debate sobre la utilidad o no de las televisiones públicas. Qué diferencia con la BBC, que estos días pone en circulación la segunda parte de Blue Planet. La monumental serie, narrada por Sir David Attenborough, cuenta y canta la vida del planeta azul. Número 1 de pedidos a estas horas en Amazon.com, a la espera de que salga a la venta el 6 de marzo. En España, qué tiempos, también tuvimos una televisión pública, y nacional, a la altura. De «La Clave» a «Popgrama», de «Qué grande es el cine» a «Jazz entre amigos», de «El hombre y la tierra» a aquella «Sesión de tarde» que nos enchufó todos los clásicos de Howard Hawks, John Ford y etc., a «La bola de cristal», «Con las manos en la masa», «La edad de oro», «Historias para no dormir», «Estudio 1»... la lista es larga y meritoria. Con frecuencia apabullante. Pero de un tiempo a esta parte, o sea, en los últimos veinticinco o treinta años, la pública ha sido poco más que el proyectil al servicio del gobierno de turno. No digamos ya en las taifas locales. Rebozadas, encima, con la mugre folclórica que tanto reivindican los erotómanos del hecho diferencial y otras mugrientas charlotadas. Hablamos de unas televisiones concebidas como un carísimo juguete al servicio del poder. De ahí la necesidad de mantener en parrilla basuras de toda índole. El objetivo último de los concursos vomitivos y las banalidades superlativas y etc., no es otro que acumular espectadores delante de los noticieros y, de paso, hacer ricos a las productoras externas. El único cebo que realmente cuenta para los titulares de la púrpura pasa por acumular españolitos delante del busto parlante a la hora del telediario. Claro que, por volver a la turra nuestra de cada día, lo de TV3 resulta directamente encanallado. Los mismos señores que airearon el momio de que las manifestaciones a favor de la Constitución en Barcelona fueron organizadas y protagonizadas por falangistas, que ya hay que tener ganas de chulear la verdad y/o consumir tripis, los mismos que se creen modernísimos mientras alimentan unos programas de humor que caricaturizan a los españoles no independentistas como idiotas y/o fascistas, generalmente ambas cosas, exigieron por vía judicial a «El País» que publique su refutación al periodista (de «El País») que osó criticarlos. Lo mejor es que la juez al cargo, la misma que obliga a insertar el «texto rectificatorio», escribe que «no entrar a analizar la veracidad de las manifestaciones (...) no supone que la información publicada sea incierta o no veraz, sino que implica el derecho del aludido a ofrecer otra versión distinta». Acabáramos, señoría, y qué bonito esto de no distinguir la opinión de la información. A sangre fría, que todo lo invade, mientras la juez, muy puesta ella en novelerías, humilla al periodismo, discute la libertad de expresión y, de paso, protege la maquinaria al servicio del golpe. Y todo esto mientras pagamos su apostolado cool de la asonada.