Pedro Narváez

«Little pony»

La Razón
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Los exoplanetas recién descubiertos por la NASA están a cuarenta años luz de la Tierra. Así que vayan despidiéndose de la idea de abandonar sus hogares. Todavía es imposible viajar a esa distancia. Toca aguantarse con la prosa diaria y el devenir de los días absurdos y las noches sin rumbo, a la espera de un nuevo sol al que llegamos con la tristeza en las suelas de los zapatos, cantando como en «La, la, land» o en «Los paraguas de Cherburgo».

Hay quien ha inventando su propio Sistema Solar, he ahí a Puigdemont, que decide las horas que tiene una jornada o los días que tarda la Tierra en completar un año. La imaginación es libre y muy hija de su puñetera madre o su puñetero padre. Para aliviar está imposibilidad de escapar, tal y como está el espacio interior, habrá quien recurra a las drogas ilegales y el alcohol. Pero, para no caer en vicios inconfesables, está Carmena, nuestra «little pony», esos caballitos con melenas cursis que viven en un mundo imaginario y que resumen la infantilización de la política como una de las bellas artes.

La alcaldesa de Madrid nos hace felices pintando los pasos de cebra con los colores de la bandera gay o invitándonos a tejer una bandera para el Día del Orgullo, como si fuera la tata o la abuela que de pequeños nos llevaba al tiovivo de espaldas a mamá. Con ella se acabaron los problemas. No tendrá ni que pensar en si debemos ir a los lavabos según sea el sexo con el que cada uno se identifica, esa polémica que ha reverdecido Trump, porque en Madrid, a diario y más en fiestas, se mea en la calle. La ciudad es un río de orines que desemboca en el Manzanares. Un lugar putrefacto en el que se ha socializado el baño. Sólo hay que darse una vuelta no muy canalla. No es necesario encargar ningún estudio. Puede que «Little pony» viva en un planeta paralelo en el que su casa de rica no hay que enseñarla a los pobres, como pretende con los hogares de otros pudientes a los que quiere agachar la cabeza con esa excursión de niños como de «Plácido» para estigmatizar la pobreza y la riqueza.

Que la gran idea para normalizar la homosexualidad sea un taller de costura no pude venir más que de una galaxia lejana a la que los mayores no estamos invitados. Convertir a «Chucky», el muñeco diabólico, en «Little pony» es, además de un acto psicodélico, una mentira estratosférica. Como si Rajoy hiciera de los parados unos clicks de Famobil. Un dislate extraterrestre sólo apto para los que ingieren pirulas. Estas iniciativas extravagantes y buenrollistas alejan el foco de donde están los problemas de un Madrid sudado que a pie de calle retrata muy bien la película «Que Dios nos perdone». Grafitis, descansillos cutres y santurrones que resultan ser violadores de ancianas. Nada que objetar si la alcaldesa entretiene a sus nietos jugando a la gallinita ciega. Los que por desgracia somos adultos merecemos que nos respeten las canas.