El desafío independentista

Los abajofirmantes

La Razón
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Tú vas andando tan tranquilo y de golpe te encuentras atravesando un campo de minas con un avispero en los calzoncillos: eso es la política. Así debe pensar hoy Carles Puigdemont después de querer presentar su referéndum en el Ayuntamiento de Madrid y encontrarse con que sus acompañantes de gobierno acababan de filtrar a la prensa los planes de golpe de Estado jurídico en los que llevaban trabajando meses. Uno no puede evitar pensar que quizá algunos políticos, correctamente reubicados, atraerían público a los zoológicos. Porque si hay algo que los catalanes, inmersos en nuestra propia cursilería, no soportamos es el ridículo. Cuando vislumbramos la conciencia de nuestro propio ridículo preferimos pasar por héroes. Así que, después de esta plancha inmensa, veremos dentro de pocos meses a un Puigdemont, pequeñito pero heroico, sacando pecho y poniendo gesto de mártir para disimular ante los demás su clamorosa pifia. Pero el único y verdadero heroísmo, el heroísmo estrictamente individual, no es otra cosa que la gallardía personal. Y poca gallardía puede haber donde la conveniencia y la facilidad coinciden sospechosamente con el exceso de sentimentalismo.

No se puede aspirar a montar un golpe de Estado con reglamentaciones y pretender a la vez quedar bien con toda la humanidad. Ni intentar convencerles de que hacer trampas a la las leyes y a la democracia no es totalitarismo. En el mundo moderno, saltarse el Estado de Derecho te deja siempre en evidencia. Nadie puede esperar tener éxito empujando en esa dirección, si los apoyos que consigues no son los de seis millones de catalanes sino sólo las firmas en un manifiesto de una indigenista bajo controversia o un solitario actor de Hollywood no de los más famosos. Teniendo en cuenta esto, la posición en que han dejado sus socios a Puigdemont es un problema. Un problema de esos en los que, cuando uno se ve metido, siente como si sólo pudiera arreglarlo metiendo la cabeza en el horno.

El camino de vuelta de Puigdemont a Barcelona será anímicamenete duro. El camino de vuelta de la política catalana, desde la demencia en que se ha embarcado hasta la realidad, será aún más complicado. Y los catalanes notables no pueden evitar preguntarse: ¿qué sabrán Rigoberta Menchú o Viggo Mortensen de tanto estropicio innecesario en nuestra vida democrática?