Grammy

Los Grammys

La Razón
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Llegaron y pasaron los Grammys. ¿A quién le importa? Los músicos negros, quemados de tanto ninguneo, propusieron un boicoteo que encabezaba Frank Ocean, el agudo vanguardista. Ganó la vacaburra de Adele, dicho sea sin ánimo de fijarme en su físico, con la sola intención de describir esos sus gorgoritos de Castafiori. De soprano pedante medita a cantante de pop porque ella, y su público, todavía creen que los que mejor cantan lo hacen a partir de una voz olímpica. Cero que ver con la vieja Aretha Franklin, que anunciaba su retirada. Que no vio cosecha alguna de premios cuando mandaba y paraba en el corazón mismo de aquella supernova llamada soul. Cuando la música negra, en EE UU, vivía su auténtica edad de oro, una de tantas. Ahora sólo quedan las raspas. Las sobras en forma de émulos. Las Beyoncé y las Mariah y el resto de las concursantes de una Operación Triunfo global que olvidó hace siglos quiénes eran Ray Charles o Sam Cooke. Los Grammys pasan y mueren con la inevitable y desencantada prisa del ruido de fondo. Como una interferencia en el televisor o una nota a pie de página de lo que un día fue y ya ni modo. A quién le importa lo que premien unos académicos en salmuera, amojamados como pescados ciegos en las vigas de una lonja. A quién le interesan los discos de oro o platino de un tiempo en el que vender discos ya solo está al alcance de los cuatro mediocres que dejó la piratería. La piratería, ya saben, iba a librarnos de la basura. Al final descalabró todas las discográficas independientes, liquidó las carreras de miles de músicos, productores y técnicos, enterró las posibilidades comerciales de cualquiera que tratara de ir a su bola y sólo dejó, como testamento ineludible de los tiempos más mediocres, a la ralea del r&b Disney, el pop recauchutado, el chunda chunda amable. De eso van los Grammys. De subrayar lo obvio y darle jaleo a lo prescindible. Otra cosa es que, contemplados desde España, alguno sienta cierta melancolía. Porque a pesar de los pesares, de Adele y Beyoncé, toca descubrirse ante la dignidad de una industria que en EE UU no renuncia a venderse. Nosotros, entre tanto, ya saben, antes que premiar a Bunbury, Loquillo o Ariel Rot, antes que celebrar a La Bien Querida, Kiko Veneno o Silvia Pérez Cruz, 091, Martirio, Joaquín Sabina o Los Planetas, elegimos el freakismo eurovisivo. Votaciones chuscas, audiencias borregas, canciones vergonzantes, para elegir al ridículo vocalista de orquesta de fiestas de cuarta que nos represente en el concurso en play-back frente a Letonia y Finlandia. Con mucho disfraz y mucha purpurina, Eurovisión hace de San Remo o Benidorm el equivalente cool, sensible y clarividente de Cannes o Venecia. Los Grammys, dices, y escuchas las risitas de los más listos, pero ya quisieran ellos, una vez al año y en horario de máxima audiencia, que desfilaran por televisión nuestros grandes talentos. En nuestra infinita insensatez, elegimos, siempre, boicotear todo lo bueno que tenemos.