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Los guardianes de la mordaza

La Razón
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El caso Richard Dawkins. Lo que dice de una izquierda desnortada, que adquiere con bayonetas los eslóganes de tantos verdugos que se dicen víctimas. Cuando la emisora de Berkeley, que entrevistó a Allen Ginsberg y fue bastión en la lucha por los derechos civiles y contra la guerra en Vietnam, suspende una conferencia del científico británico porque alguien, miembro de la Cofradía de los Ofendidos, afirma que el científico profiere comentarios antiislamistas. Qué error. Qué desparrame mental. Qué involución hacia las simas cavernarias con la coartada de proteger a los débiles. Qué recuerdos de Salman Rushdie, cuando los ayatolás pusieron precio a su cuero y parte de la progresía ya ensayaba la receta de una empanada mental que acabaría por igualarla a los más ardientes heraldos de cuantas inquisiciones conocimos. Qué sonrojante confusión entre los hombres y sus ideas, a menudo infundadas, hijas de la superstición y candidatas, siempre, a sufrir los rigores del bisturí y el análisis. Qué lluvia sobre mojado, de Lou Reed acusado de homófobo por «Walk on the wild side» a los ofendidos por la apropiación cultural, tan necesaria y fructífera excepto si pretendes hacer un gremio con tu piel, y con ella, excluidos los otros, hacer carrera. O sea, que los blancos no hablen ni escriban ni pinten sobre el sufrimiento de los negros, y viceversa, no vaya a ser que el intrusismo racial acabe con el monipodio que alimentan ciertas carreras. Las guerras culturales, diagnosticadas por Thomas Frank en «¿Qué pasa con Kansas?» (Cómo los ultraconvervadores conquistaron el corazón de EE UU), hace mucho que también circulan por la margen izquierda. Una izquierda pazguata. Cómplice del sufrimiento por cuanto dispara contra quienes hacen preguntas incómodas para refugiarse en el economato de un supuesto respeto que no es sino la letal claudicación ante los dogmas. La misma que aplaude los ataques contra la religión cristiana y que sin embargo aborrece de las prácticas, anatemas e imposiciones de un islamismo draconiano y en guerra contra la ilustración, el libre intercambio de ideas, el pluralismo político, el debate científico y, ay, la mujer. Un islam retrógrado hasta el paroxismo. Cuyos postulados espantarían a quienes dicen amar a las minorías si algún obispo hiciera suya la centésima parte de su discurso mojado en aguarrás. Una izquierda que aborrece de Ayaan Hirsi Ali, escritora somalí sometida a la ablación y hoy látigo de clérigos barbados, porque no sabe cómo casar su defensa de la diversidad con la evidencia de que en materia de derechos humanos no hay multiculturalismo posible: o todos iguales o el horror. Una izquierda que debiera de avergonzar a quienes se dicen de izquierdas al postularse contra el disentimiento. Algunos adolescentes, no importa la edad, toleran mal que cuestionen sus milongas y los supuestos campeones de la libertad prefieren hacerles carantoñas antes que explicarles que somos quienes somos gracias al implacable cuestionamiento de cuanta idea repta, nada y vuela. Como si Ginsberg, cuando recitaba «Aullido», no hubiera ofendido, y como si los modernos censores merecieran un trato especial porque ya han sufrido bastante y pobrecitos.