Fútbol

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Marcas y estigmas

La Razón
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El fútbol acude al rescate y después las compañías, el destino, cruel o generoso, y la vida misma deciden. La infancia de Paul Gascoigne no fue un paseo por las nubes, pero triunfó y a las puertas del cielo no supo digerir el éxito. Vive en un infierno etílico. George Best no cumplió los 60; se definió con esta frase: «He gastado mucho dinero en mujeres, alcohol y automóviles... el resto lo he desperdiciado». Julio Alberto cuenta en su descarnada biografía «Nunca recordaré haber muerto» que no le queda mucho tiempo de vida. La cocaína le ha destrozado, trata de superar las secuelas, como sobrevivió a las violaciones de un monitor en el campamento de verano cuando tenía 12 años. En el Barça coincidió con Maradona, que pasa el tiempo cicatrizando heridas a caballo de una leyenda que en ocasiones le devora. Podría vivir en Cuba una semana con los Castro y de regreso al capitalismo comprar rolex como el que va a setas. Pintoresco personaje.

Si Julio Alberto tiene siete vidas –más que Gascoigne, seguro–, «Pelusa», señor de Villa Fiorito, camina por el alambre a riesgo de romperse la crisma. Va y viene. Cruza valles y montañas, entrena o hace de Maradona, sacude estopa a los dirigentes del fútbol mundial; sobrevive con cierta holgura, aún. No le ha marcado el origen sino la vida disipada.

«Tú eres satánico, ¿verdad?», preguntaba Alex Angulo en «El día de la bestia» a Santiago Segura: «¡Sí, y de Carabanchel!». El lugar de nacimiento marca, pero no estigmatiza. A finales de los 80, Roberto Carlos cosía balones en Garça por una peseta. A los 3 años, Casemiro, también del estado de São Paulo, perdió de vista a su padre. Ambos cayeron en buenas manos. Roberto es un astro; Casemiro apunta alto.