Ángela Vallvey

Me gusta

La Razón
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No me gustan los «me gusta». Por doquier encontramos un clic sobre el que debemos pulsar para decir que nos «gusta» un médico, un libro, un hombre o mujer que busca ligue en internet, una noticia, una compañía aérea, tu propia suegra, el manitas que arregló, a cambio de una pequeña fortuna digna de reposar en un banco andorrano, la fuga del fregadero de la cocina... El «me gusta» es sensacionalista, emotivo, pasajero. Hay pantallas en el ordenador que, aunque no son un videojuego, no se pueden pasar sin haber pulsado previamente al clic del «me gusta». Antiguamente, se decía poco lo de «me gusta». Si acaso, los adolescentes, cuando empezaban a tontear con el sexo opuesto, confesaban que «me gusta Fulaníndez», o «me gustó mucho, pero ya no me gusta». El «me gusta» era la expresión utilizada como entrenamiento previo al amor, a la pasión, a lo auténtico. Una locución de tibieza, un consuelo infantil, una forma de no comprometerse del todo. La equidistancia amigable. La manera de eludir el compromiso y la toma de decisiones adultas. Nadie podía arruinar la clientela de un restaurante a fuerza de «no me gusta», de deditos inclinados hacia abajo: la banalización del dedo romano que condenaba a muerte... Porque eso es lo que hay realmente detrás del dedo pulgar señalando hacia arriba, o inclinándose trágicamente hacia abajo: la vida y la muerte. Es cierto que los símbolos evolucionan, que incluso las señales de tráfico pueden transformarse, pero su significado de fondo termina por emerger, sobre todo cuando es algo secreto y corrompido. La sociedad del «me gusta o no me gusta», tan presuntamente democrática, empieza a convertirse en intimidante. A carecer de alegría, que poco a poco está siendo sustituida por una tibia infamia. Hay clientes que amenazan al restaurante con hundir su reputación con comentarios desfavorables. El «no me gusta» se esgrime como arma amenazadora. El Big data del «me gusta o no me gusta» también falla, de la misma manera en que lo hacen las encuestas. Y además conlleva una violencia vana, algo mucho peor que trivial, que se extiende como un vertido tóxico por todos los rincones de la vida pública y privada.

Quizás, dentro de poco, no vayamos a las urnas a votar, sino a poner «me gusta» o «no me gusta» sobre los partidos políticos que a ellas concurren. (Menuda papeleta, entonces. Oiga).