Elecciones en Estados Unidos

Medidas drásticas

La Razón
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Election day, el día electoral del 7 de noviembre, trajo las primeras paletadas de carbón para el señor Trump. Un año de zapa institucional y tuits disparatados, de analfabetismo glorificado y violencia institucional apenas le habían costado más que el oprobio diario de ser él. El payaso en jefe que amaga y esputa, farfulla y coacciona, y al cabo resbala con la cáscara del plátano que él mismo arrojó al suelo. Pero el trance de ejercer como Trump y, por tanto, de hacer el ridículo, nunca le supuso un problema mientras el público siguiera comprándole entradas. Hasta que el martes votaron en Nueva Jersey y Virginia y ganaron los candidatos demócratas. Ralph S. Northam, flamante nuevo gobernador de Virginia, obtuvo la mayor victoria de un candidato de su partido en décadas, mientras que en Nueva Jersey Philip D. Murphy sustituirá al estrepitoso y turbulento Chris Christie, que pasó de competir con Trump a hacerle la rosca en cuanto comprendió que su última esperanza para seguir en la política profesional requería aliarse en calidad de ilota al gran estafador. Más importante todavía: se trata de dos triunfos que vienen a cimentar una tendencia vaticinada por muchos y nunca consumada, o sea, la del inevitable desmoronamiento de un discurso emocional, el del actual presidente, que tendría que agotar su capacidad para persuadir a base de descorchar efluvios enemistados con el pensamiento racional, la tradición republicana estadounidense y hasta el sentido común. Claro que a Trump nunca le importó si nada o casi nada de cuanto prometía acababa por materializarse. Total, ¡era imposible! Si decía lo que decía era solo por crudo cálculo político. Convencido como estaba de que prometer el veto migratorio, la quiebra de la OTAN, la recuperación de la América industrial, la guerra comercial con China o la construcción de muro en la frontera operaban como golosos señuelos de una representación pactada entre el mago y su feligreses. Atentos uno y otros al colorista espectáculo. No, nunca, a la posibilidad de que sus trucos de encantamiento ofrecieran resultados. Lo malo es que quizá Trump decida que ya no le alcanza con repetir las argucias con los que deslumbraba en los pueblos. Tras liquidar los acuerdos internacionales del clima y enfilar las oficinas estatales dedicadas a la protección del medio ambiente quizá entienda que ha llegado el momento de las grandes hazañas. Algunas, como la guerra en Corea, que podría derivar en una pirotecnia nuclear, conducen al apocalipsis. Otras, como el derribo y demolición de los acuerdos nucleares con Irán, enfadarían a su amiguito Putin, al que tanto quiere, emula y admira. Entonces... ¿Qué resta en el arsenal de grandes hipérboles? Ahora mismo no se me ocurre más que la expulsión de los millones de jóvenes que llegaron a EEUU de forma ilegal siendo unos niños. Estudiaron y trabajaban aquí. Nunca han conocido otro país. No se extrañen si el líder carismático, el césar visionario, el caudillo que habla en nombre del pueblo, trata a la desesperada de salvar la púrpura mediante la inmolación de los inocentes.