Alfonso Ussía

Memoria de un amigo

La Razón
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Pensaba escribir de la traición a España de Carles el pilós, el comunista Pau Manel el Coletes y la pasividad asombrosa de Mariano Rajoy, el nuevo Don Tancredo. Pero he amanecido excesivamente abrumado y renuncio, por hoy, a nieblas más densas. Por otra parte, muchos otros se han ocupado del acto en defensa del golpe de Estado y la ilegalidad organizado por el Ayuntamiento de la Capital del Reino, y no es momento de reincidir en el aburrimiento. Mi pequeña historia es más edificante.

Si en algún momento, los que me están leyendo, pasan por Rueda, a un paso de Tordesillas, paso y medio de Simancas y a dos de Valladolid, se estremecerán con el mar de viñedos a ambos lados de la carretera. En Rueda, se alza una bodega, «Antaño», que merece la pena ser visitada. Fue la gran ilusión de un amigo. Junto a la bodega, en un edificio anexo, una riquísima biblioteca, con miles de volúmenes. Se trata de una bodega culta. Y con la biblioteca, una amplia colección de pinturas, dibujos y esculturas. Una muestra desigual, como siempre sucede con el arte. Cuadros y dibujos magníficos y otros prescindibles. Entre libros y pinturas, guardada en una urna de cristal, luce la mejor pieza de la colección. Un cajón de limpiabotas. El cajón de limpiabotas con el que José Luis Ruiz Solaguren, siendo niño en Bilbao, ganó su primera peseta. Lo recuerda una placa al pie de la urna.

José Luis ha sido uno de los grandes señores de la gastronomía española. La saga de los Ruiz Solaguren es leal a su fundador como la saga Oyarbide, o la de Lucio, o la de Evaristo García. José Luis se aventuró. Solicitó un crédito y estableció el «José Luis» de Serrano. Poco después el de Rafael Salgado, fondo norte del Bernabéu, al lado de su casa. Y el del Paseo de la Habana, y el de Hermanos Bécquer, y voló sobre el Atlántico para instalarse en Miami. También Barcelona, cuando era una ciudad acogedora para los enamorados de España, como fue el vasco que hoy recuerdo. Un gran complejo en la Casa de Campo, y su ilusión. La extraordinaria bodega de Rueda, como todo lo suyo, levantada de la nada, con los cimientos decentes de aquella primera peseta que ganó siendo niño limpiando zapatos en el Arenal o la Gran Vía de Bilbao.

Pero además de un empresario excepcional, José Luis fue un señor, un amigo de los que no abundan, un conversador genial, un hombre bueno que supo reunir en sus lugares a las sorpresas humanas más inesperadas. Recuerdo una noche. En una mesa, Don Juan De Borbón; en otra, Anthony Queen; en la de más allá, Severo Ochoa; en la redonda del rincón, don Camilo, no Alonso Vega, sino Cela. Y aparecieron Los Panchos, ya caducos, y sin hacerse de rogar, antes de ocupar su mesa cantaron rancheras, boleros y rumbas. Ese milagro en torno a un amigo de todos que siempre tenía la palabra oportuna en la boca y jamás usó de la segunda palabra agobiante.

Se marchó un 23 de mayo, cuando escribo. Dejó una familia ejemplar. María José, la jefa, y María José hija, y José Luis, Javier, César e Iñaki. Y unos nietos que le adoraban. Y unos empleados que eran familia también y lo siguen siendo. Ahora, cuando voy a «José Luis» –siempre el de Rafael Salgado–, Iñaki que tanto se le parece, suple a su padre en el brindis del martini, y César me cocina huevos a la cubana. Llevo la memoria de mi amigo en el alma, y con los suyos me siento en mi casa, porque han heredado –de la jefa y del jefe–, ese concepto del señorío que sólo tienen los elegidos.

Merece la pena hacer un alto en Rueda para venerar el cajón de limpiabotas que abrió el camino del triunfo a un hombre ejemplar. Como es de suponer, no era de Podemos. Pero con su trabajo y su simpatía, pudo con todo. Hoy, entre las brumas, veo la luz de mi amigo y levanto mi copa en su honor.