El desafío independentista

Miedo

La Razón
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El miedo es una emoción que nos ayuda a sobrevivir y sin ella viviríamos de forma temeraria. Esta sensación desagradable se activa a través de nuestro cerebro y desencadena, a un ritmo vertiginoso, una serie de procesos inmediatos, empezando por la aceleración del metabolismo, el aumento de la presión arterial, se incrementa la adrenalina, sube el nivel de glucosa en la sangre, se intensifica de forma brusca la tensión muscular, se dilata la pupila y se detienen las funciones no esenciales del organismo. Estos estímulos nos permiten dar una respuesta rápida al factor que desencadena el miedo, y que implica o bien la huida, la lucha, la paralización o la conservación, en un lapso de tiempo mínimo y casi imperceptible. El miedo se instaló hace muchos años en Catalunya, y exclusivamente entre los catalanes que no compartían el credo de Jordi Pujol y sus acólitos. Miedo aterrador a hablar, a expresarse libremente en su doble condición de catalanes y españoles; miedo estremecedor de la muerte civil y evitar ser expulsados de la Catalunya del oasis putrefacto y corrupto del nacionalismo; miedo turbador en al ámbito familiar, para evitar rupturas, en los que los hermanos, cuñados o primos separatistas siempre tenían razón; miedo espeluznante en el ámbito laboral para evitar ser despedido o perder el empleo si no formas partes del «poble català»; miedo sobrecogedor, evitando entrar en conflictos dialécticos sobre el fútbol o política con los clientes, siempre dando razón al supremacismo separatista para evitar que te llamen mal catalán o disimulando ser del Barça para no ser expulsado de la corrección política; miedo infantil, al asumir sin rechistar que la formación del espíritu nacional es la forma correcta de educar en libertad; miedo enloquecedor de aceptar que el llamado «Dret a decidir» es democrático, porque romper un estado es el mantra que desean todos los catalanes. Un miedo que todo lo ha encharcado, que ha permitido a la secta independentista sentirse moralmente superior, mientras la mayoría silente de catalanes se acostumbró a vivir con el miedo interiorizado e implorando una ayuda a un estado incapaz y que nos abandonó como a un perro sarnoso en medio de la ciénaga. Yo, inconsciente que no valiente, no había sentido miedo para expresar públicamente mi doble condición de catalán y español. Lo confieso, nunca les tuve miedo. Sin embargo, reconozco que el pasado domingo 1 de octubre de 2017, tuve miedo por primera vez. Mucho miedo. Imposible describir la sensación. Miedo por mi familia, por mi futuro, por mis ahorros, por mis paisanos, por mi vida. Estuve paralizado, sentí deseos de marchar de Catalunya y no volver jamás. Lloré, lloré mucho, de rabia y de frustración. Lo habíamos advertido mil veces, y me encontré de bruces con el odio. Terrible. Tremendo. El martes, repuesto de mis sensaciones, fui a trabajar. Día de huelga general en Catalunya. Cierta normalidad. Mientras los trabajadores de la Seat cumplían con su jornada laboral, en la Diagonal, cerca de «Caixabank», un piquete cortaba la calzada. Ellos con traje y corbata, ellas vestidas elegantemente, todos blandiendo esteladas. Proclamaban entre cánticos folklóricos y sonrojantes algarabías, la revolución y la republica catalana. El martes los piquetes revolucionarios de las corbatas y las pamelas burguesas, estaban eufóricos. La semana próxima los piquetes revolucionarios serán sustituidos por profesionales de la gasolina y el terror. El miedo cambiará de bando. Los burgueses encorbatados tendrán miedo. Yo, ya lo he superado. Soy un temerario.