Cristina López Schlichting

Mosul

La Razón
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Tres años después de su captura por el Daesh, la ciudad de Mosul ha sido liberada por las fuerzas iraquíes. Por cierto, gracias a la ayuda que nuestros militares prestaron entrenando al Ejército local. Y ahora «Ayuda a la Iglesia Necesitada», la ONG del Papa, ha lanzado una campaña para reconstruir las ruinas de Mosul, Qaraqosh y tantas ciudades vigorosamente pobladas por cristianos y yazidíes ¿Por qué? ¿Por qué tenemos que aportar nada para unos pueblos a miles de kilómetros, en Irak nada menos? ¿Acaso nos ayudaron los iraquíes tras la guerra civil española? Los gastos que se van a generar para levantar casas, puentes, comunicaciones, tuberías en la zona requerirán ingentes esfuerzos durante años.

Cuando escribo estas líneas tengo en la memoria a las personas que conocí en los campos de refugiados de Kurdistán. Al padre Douglas Bazi, por ejemplo, al que el ISIS secuestró y torturó en Bagdad y al que cirujanos italianos reconstruyeron la boca y nariz que le habían roto a patadas. Es un sacerdote joven todavía, que ha abierto su parroquia de Erbil a los refugiados que huían de Mosul y ha construido en el jardín junto a la Iglesia un campo a base de contenedores en el que las personas se alojan, reciben instrucción, aprenden un oficio. Son albañiles, abogados, maestros, gentes de todo oficio y condición que han perdido la casa, el colegio de sus hijos, los coches, el patrimonio entero por su fe. Porque se trata de cristianos caldeos arrancados de sus raíces milenarias por el Islam yihadista. Se precian de hablar arameo y haber enseñado su lengua ancestral al Jesús niño. La mirada de estas personas se iluminaba cuando decíamos que veníamos de España, que éramos católicos. Para ellos, los sufrimientos indecibles, las pérdidas, el exilio adquirían un sentido en relación con la Iglesia universal. ¿Acaso no sufrieron los mártires, acaso no padecieron los apóstoles?

La mayoría de los huidos del Valle de Nínive, unos 250.000 jamás volverán. Gracias a Douglas y a otros sacerdotes y obispos están a salvo en Australia, en Hungría, en Alemania, en Estados Unidos. Otros muchos se fueron por sus propios medios. Pero hay un grupo –los más pobres, los que no tienen parientes en la diáspora– que está resuelto a regresar. Pero ¿adónde? Esa es la cuestión. Los hombres de buena voluntad del mundo libre tenemos en nuestra mano la posibilidad de darles de nuevo parte de lo que el Daesh les robó por defender el cristianismo. Casas, edificios para escuelas, infraestructuras. Lo demás lo tendrán que poner ellos: recomponer la difícil convivencia con los vecinos musulmanes –destrozada por el recelo–, enseñar a sus hijos a perdonar, hacer que de nuevo suenen las campanas de la Iglesias, concebir fieles y sacerdotes. Pero cada euro que nos dejemos en este privilegiado cestillo servirá para que Europa fortalezca su identidad, para que nuestros hijos sepan quienes son, para que la libertad vuelva a ser posible donde reinó la esclavitud.