Luis Alejandre

Mudanzas generacionales

Bien sabe el lector cómo relacionaba Santa Teresa los tiempos de tribulación con las mudanzas. Por supuesto no me refiero a las mudanzas entre la densa red de conventos que iba fundando la Santa de Ávila. Se atribuye también la reflexión a Santo Tomás, incluso a Fray Luis, y recoge muy bien el concepto el capitán Ignacio de Loyola, cuando en la Quinta Regla de sus Ejercicios Espirituales dice: «En tiempo de desolación nunca hacer mudanzas, mas estar firme y constante en los propósitos y determinaciones en que se estaba el día antecedente a tal desolación».

Me preocupan las mudanzas generacionales que puedan afectar a nuestra convivencia política, pero sobre todo al núcleo fundamental de nuestra vida, la familia. Ésta, formada hoy por tres generaciones –abuelos, hijos, nietos– tiende a una cuarta, porque vivimos más años. La cohesión entre estas es básica como instrumento de socialización de las nuevas generaciones, cubriendo además un déficit ya crónico que afecta a nuestra enseñanza. Este concepto se ha puesto a prueba –sigue poniéndose a prueba para muchos– a consecuencia de la crisis económica y social de la que, a duras penas, vamos saliendo.

Los mayores no sólo han puesto a disposición de la familia sus ahorros y pensiones, sino que han sido fonda, guardería, restaurante rápido, aval bancario, lavandería y plancha y, lo más importante, consejo, consuelo, muro de lamentaciones, ánimo, experiencia, genio.

Por esto ha dolido a quienes nacimos alrededor de los años de nuestra Guerra Civil que un aspirante a gobernarnos señalase como votantes válidos a quienes dirigir su mensaje de cambio y modernización a los nacidos en plena democracia, es decir, después de 1978. ¡Como si la Constitución dé un plus de garantías a quienes ni la hicieron, ni la votaron, ni la «sudaron»! Porque otras generaciones procedentes del franquismo, con callos en la espalda, que sabían lo que eran cartillas de racionamiento, panes de estraperlo o chuscos de cuartel, y que para ideales sólo disponían de una marca de cigarrillos, son los que asentaron las bases de lo que tenemos ahora. No es malo que les recordemos a estos nacidos después del 78 que en muchas casas –y yo me considero afortunado por haber nacido en la de un abogado de provincias– sólo se comía jamón el día de Navidad. No. No es ninguna leyenda urbana.

Bien sé que en tiempo de elecciones vale todo, que por la boca muere el pez, especialmente cuando no se controla y separa el «pensar en lo que se dice», siguiendo las recomendaciones de los expertos adheridos a la campaña electoral, del «decir lo que se piensa». El subconsciente gasta estas malas bromas. Siento que cuando el político habla de no contar con las «generaciones viejas», dice ciertamente lo que piensa en su fuero interno. «Lo que vale es lo joven, lo moderno, tanto en el lenguaje como en el vestir, en la pose, en las redes sociales». Olvidan que las generaciones anteriores eran elegantes, educadas, respetuosas, con apariencia limpia; ellas más guapas y naturales que muchas de hoy, cuando lo que triunfa ahora son los despeinados y las greñas, los cactus a rayas en la cabeza y los brazos y piernas pintarrajeados con tatuajes. ¡Pero nacieron después del 78!

El tiempo es una buena medicina. Ya se acordará el candidato de lo dicho, si Dios le da vida para acordarse. Al estilo de la conocida frase «la revolución acaba por devorar a sus propios hijos», otras generaciones le llamarán también en un momento viejo y caduco. Alguien cercano le acusará de «no haberse preocupado por él cuando era niño», «que nunca jugaba como hacen otros padres» que «nunca le veló una noche cuando tenía fiebre» e incluso que «él no pidió nacer y ser su hijo».

En una materia sí le concedo razón. Porque si realmente el núcleo duro de las generaciones veteranas merece el reconocimiento de toda la sociedad, e incluyo en esta partida a los que fueron capaces de hacer una Transición de «ley a ley» renunciando a privilegios que tenían consolidados en el régimen anterior, debo reconocer que una minoría significativa, huérfana de ética y de patriotismo, nos engañaron gravemente dejándonos un paisaje de desolación y de desconfianza. Y no es precisamente una minoría con carencias. Es una minoría suficientemente asentada y dotada. De ahí que su delito sea doblemente punible. También a Jesucristo, de doce seleccionados, uno le traicionó y otro le negó tres veces.

Entiendo por tanto esta desolación en tiempo de tribulaciones, que debe cauterizarse o extirpar con contundente cirugía judicial, haciendo valer todos los mecanismos coercitivos de que dispone el Estado de Derecho, éste que cimentaron las generaciones que hicieron la Constitución del 78.

Pero, en tanto estos mecanismos responden, ¡cuidado con las mudanzas!