Cristina López Schlichting

Museos en verano

La Razón
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No hay mejor lugar que un cine o un museo cuando el calor convierte la ciudad en una crema de guisantes que se te mete por la garganta hasta sofocarte vivo. El museo añade, a la ventaja del aire acondicionado, la posibilidad de deambular libremente y hablar con la compañía. Una traspasa el umbral, polvoriento de sol y ruido de coches, y entra en un templo de frescor y limpieza que, antes de ver las piezas, ya merece la pena. Y todo por diez, doce euros. Hace años, en el barrio de San Blas, escuché la pavorosa conversación de dos señoras bien bragadas, dos matronas de pelo oxigenado y rebeca apretada sobre pecho generoso. –Menuda desgracia, mi hijo –¿Y qué le ha pasado al Antoñito? –¡Todo el día perdiendo el tiempo! –¿Pero es que se ha quedado en el paro? –Peor, hija ­–¿Peeeorrr? –Como lo oyes... le ha dado por los museos y se tira las horas muertas, perdiendo el tiempo –¡Vaya por Diossss...! Tienen mi palabra de que fue exactamente como lo reproduzco, jamás se me olvidará. Una vez superada la primera sonrisa, el diálogo representa la triste postración de nuestro pueblo. Ha tenido que pasar media vida para que entienda lo que los del 98 y los Regeneracionistas, desde Azorín a Ortega y Gasset, desde Unamuno a Ganivet, querían decir cuando entonaban el llanto por la incultura de España. ¿Cómo es posible que, más de un siglo después, sigamos adoleciendo del mismo mal? ¿Que continuemos incluso con lo que ya lamentaban Jovellanos y Larra? Yo sé que nadie relevante va a leer esto y menos hacer nada en consecuencia, pero quisiera expresar mi dolor por esta nación que contrapone bares y museos, fiesta y cultura. Se puede disfrutar de la vida y amar el arte; es posible gozar las playas, el sol, las discotecas y las terrazas de los cafés y, además, pasarlo de miedo en un concierto. España sería mucho mejor si todos participásemos de la pintura, la música, el teatro. Nuestro país es ese sitio de Europa donde la gente se gasta dos mil euros en un sofá o mil en una tele y después corona la decoración con un póster, casi siempre «Los girasoles» de Van Gogh o «El beso» de Klimt. Los más audaces le dan la vuelta a este último, presentando a los amantes tumbados. Cada vez menos personas parecen comprender la diferencia entre un original y una copia, un óleo y un cartel con una foto. Los pintores de este país lleno de luz y color se mueren de hambre. ¿Y qué decir de los músicos? ¿Por qué no entendemos la diferencia entre un cuarteto en directo y un disco, da igual que hablemos de jazz, música moderna o cámara? En algunos lugares aún aprecian el rasgueo de una guitarra, el sonido de un buen coro de iglesia o una banda municipal, pero son millones los locales con hilo musical. ¿Por qué en Francia, Inglaterra, Alemania y aquí, no?