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País de exhumadores

La Razón
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Habrá que dejarlo para el siglo XXII porque los usos y costumbres de una sociedad evolucionan más lentamente de lo que supone Pablo Iglesias, pero llegará un día en que los cadáveres serán cremados obligatoriamente tras haber obtenido y archivado su ADN para ulteriores pesquisas, quedando prohibidas las exhumaciones excepto para análisis criminalísticos. La Iglesia no objeta la incineración y entierra en sagrado a suicidas en suponiendo trastorno mental invencible. En la última glaciación pasé una velada gratísima como huésped de Salvador Dalí en su casa de Port Lligat encontrando a un payés de trato sencillo y humorado ajeno a los publirreportajes que apuntalaban su avidez de popularidad y dinero. La puerta daba a un lienzo de playa en que yacía varada una barca de cuya quilla crecía un pino, en el recibidor un gran oso disecado lucía la gran cruz de Isabel la Católica («En algún sitio había que colgarla») y de los techados emergían huevos gigantescos. Había ido adquiriendo chamizos adosados de los pescadores, abriendo huecos y pasadizos, en una especie de hormiguero que era cualquier cosa menos una gran vivienda, pero sin perder el aura de un refugio secreto.

Quizá Dalí fuera asexuado, y lo indiscutido es que era un voyeur y un gran masturbador. «Lorca estaba muy enamorado de mí y en principio accedí a que me sodomizara, pero me dolió tanto que lo dejamos». Jamás fue faldero, y con Gala la relación fue sadomasoquista o con alguna vuelta de tuerca de más. Se cumple su surrealismo: le van a enterrar tres veces y sus restos están momificados.

Se urde una enésima batida para exhumar a García Lorca, y por hilachas de información malicio que la familia sabe dónde yace y lo oculta por pudor ante manipulaciones políticas, igual que los deudos de Manuel Azaña y Antonio Machado se oponen a la exhumación y repatriación de sus restos. No sé si exhumando al general Franco (y a José Antonio Primo de Rivera) declinará esta necrofilia que nos impele a escarbar cunetas o mausoleos. Buscamos denodadamente a Cervantes y Velázquez; Pizarro no está donde dicen que está, ni Colón en Santo Domingo, aunque se enfaden los dominicanos. Perniciosa manía de no dejar en paz a los muertos.