Marta Robles

Pecados de omisión

La Razón
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Pensaba ayer, al sentarme a escribir sobre este tema, en una madre que vino a verme a la radio hace años con la cara amoratada. Quería hablarme del problema de «una amiga suya», a la que su hijo sacudía con regularidad. «Lo pasa muy mal, la pobre» –me decía escondiendo torpemente sus moratones–. Me preguntaba qué podía hacer «su amiga», mientras me dejaba claro, sin saber que lo hacía, su propia desesperación.

No hay peor secuestro que el de un hijo a un padre. Sin ataduras. Y sin posibilidad de salvación. Todos los padres que lo sufren tratan de justificarlo en un trastorno de personalidad. Y en muchos casos es cierto que existe. Pero no siempre. Hay veces que los hijos arremeten contra sus progenitores porque ellos no tienen exactamente la vida que desean. Saben que sus padres son unas víctimas resignadas y que su amor hacia ellos frenará los impulsos de devolverles los golpes o de denunciarlos.

Y estiran de la cuerda hasta el infinito o hasta la tragedia, que llega el día en que esos padres ya no son capaces de aguantar más. Entonces la única alternativa es vomitarlo todo y buscar ayuda y autoridad fuera de sus casas, aunque eso implique una condena para sus hijos que –ya lo saben– también lo será para ellos. A los padres les duelen las penas de los hijos incluso más que las propias. Es cosa de ese amor extraño e incomparable que emerge de la paternidad. Por eso a veces, para evitarles ese dolor que les duele a ellos también resisten sin hacer nada, y sin reparar en que las consecuencias de los pecados de omisión pueden ser fatales.