Rock

Pirata del R&R

La Razón
La RazónLa Razón

La historia de Willy DeVille (1950-2009) entristece. El gran rockero, entre el rythm & blues, West Side Story y Lou Reed, debutó hace 40 años. Lo hizo con un grupo, Mink DeVille, y un disco, Cabretta, burbujeantes. Su melting pot mezclaba la herencia de las grandes voces del soul y el ritmo de la calle en el Spanish Harlem. No fue casualidad que recibiera el padrinazgo de figuras como Jack Nitzsche, arreglista de Phil Spector, Neil Young y los Rolling Stones, y de Doc Pomus, el niño judío con polio que quería ser negro y escribió canciones como «Save the last dance for me», «This magic moment», «Lonlely avenue» y «Surrender». Pirata con aire de Errol Flynn, Willy combinó la actitud punk, no en vano su banda fue un fijo de la CBGB, el bastión underground del Bowery, con un romanticismo en cinemascope, romántico y lustroso, que entroncaba con los orígenes del rock and roll en pleno apogeo de la disco music. Para su tercera obra, «Le chat bleu», viajó a Francia para maridar el rock y la chanson. A estas alturas ya estaba claro que el inquieto vocalista y compositor iba a su bola y no estaba dispuesto a hacer la más mínima dispensa a las modas. Su voracidad musical le permitía aproximarse a Ray Charles, Gene Vincent, los Drifters, la Fania y Edith Piaf sin reparar en los planes de las disqueras. Rozó el estrellato en 1987, al aliarse con Mark Knopfler como productor y facturar un disco más convencional, Miracle, en el que entre otras cosas figuraba Storybook love, la canción que cedió a «La princesa prometida». Fue su última oportunidad. A partir de entonces dio igual que redescubriera Nueva Orleans en 1990 con Victure mixture, dos décadas antes de que hiciera lo propio David Simons en la HBO con su serie Tremé. Aunque Backstreets for desire, del 92, fue un éxito en España, DeVille era ya un desconocido en EE.UU. Sus últimos años son los de un sonámbulo que acaba por quedarse sin discográfica en su país natal, adorado en Holanda y sometido a los rigores del circuito oldies. La decadencia comercial no le impidió entregar discos fastuosos, pero su hosco carácter y su kamikace noviazgo con el jaco mermaron su caché e hicieron de él una suerte de náufrago. El destronado rey que nunca supo cómo venderse. Demasiado altivo para reconocer deslices. Excesivamente heterodoxo e imprevisible para los gurús de la mercadotecnia. Había nacido para heredar el cetro de Sam Cooke, pero le faltaron el olfato comercial y el pragmatismo del genio de Clarksdale. La tragedia final, abatido por un fulminante cáncer de páncreas, liquidó al cantante de la voz del millón de dólares. Qué puedo añadir. Cuando el viento arrecia tengo por milagroso recetarme sus canciones. Pocos intérpretes más arrebatados y conmovedores que el gran Willy. Fabuló con hermanar a Elvis y los Clash. Pereció en el intento. El corsario voló alto, navegó los siete mares y dejó un legado de discos que, todavía hoy, acuchillan tinieblas.