Ely del Valle

Que siga hablando

La Razón
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Maduro está feliz. Su presencia «desproporcionada» en los medios de comunicación españoles le tiene el alma levitando dentro de su corpachón enfundado en una pesadilla de polyester. No hay nada que le guste más al megalómano que una cámara, un micro o un titular que inmortalice su última memez. La de este poligonero venido a más es una joya de la literatura en rima consonante: «España necesita un Maduro, carajo, porque Maduro es muy majo». Elegancia repentista en estado puro. El día de mañana, cuando los venezolanos le desalojen, puede ganarse la vida vendiendo peines en verso, que es, al fin y al cabo, a lo que se viene dedicando desde que transformó el sillón presidencial en un púlpito con vistas privilegiadas al caos.

Maduro es a Venezuela lo que Nerón a Roma. El pueblo se muere y él hace pareados de dudoso (y sudoroso) talento. Dicen que Nerón aporreaba mientras tanto una lira; Nicolás aporrea metafóricamente a Rajoy y a Rivera, para intentar disimular que a quien está aporreando literalmente es a una oposición degradada a categoría de carne para los leones.

Maduro es vulgar, absurdo, peligroso y da bastante vergüenza ajena, y si él piensa que su presencia en los medios españoles es excesiva, los demás pensamos que, a parte de desagradable, es muy necesaria para constatar qué es exactamente lo que no necesitamos. Como ya dijo el escritor francés Jean de la Bruyere, no tener talento para hablar bien, ni la sabiduría necesaria para cerrar la boca es una enorme desgracia. Por eso, lejos de afearle la conducta, a Maduro hay que dejarle que hable. Su incontenible verborrea es sin duda el mejor antídoto contra sí mismo. La única pena es que cada vez que abre la boca, a los venezolanos y a los 200.000 españoles que viven con ellos les sube el pan que no tienen.