Cristina López Schlichting

Rajoy, el Raid

La Razón
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¿Cómo un discurso taaaan aburrido puede resultar taaan tranquilizador? ¿Qué hay enfrente, qué riesgos avista el sufrido votante en lontananza? No es cierto que Mariano Rajoy sea un mal parlamentario, ha tenido episodios de gran oratoria en la cámara. Si ayer recurrió a la lenta enumeración de los logros económicos y al dibujo –de todos conocido– de lo que ha pasado en los últimos meses no fue por falta de recursos, sino por demostrar que está exactamente donde estaba, que su diagnóstico es el mismo, que nada ha cambiado en el escenario y que todos han vendido humo durante meses menos él. Con una pedagogía de maestro escolar reiteró que el proyecto de su partido ha resultado el único viable, como «el tiempo se ha encargado de demostrar». Este señor los dobla a todos de aburrimiento, los deja finiquitados por el tedio, como el antimosquitos del histórico anuncio: «Culmina y sigue matando semanas después... Raid, los mata bien muertos».

Más de trescientos días después, todas las cabriolas de Pedro Sánchez se han demostrado tontería. La ilusionante revolución comunista de Podemos se ha volatilizado en el aire de la doméstica cordura ciudadana. Ciudadanos está en su papel de modesto partido bisagra. Y ahí sigue él, el gallego, paciente, erre que erre. En su sitio y creciendo en las encuestas. Por otra parte el discurso de investidura del candidato no fue vacuo. Su núcleo fue una batería de propuestas de consenso con fechas concretas: a saber, convocatoria del pacto de Toledo antes de fin de año para afrontar el problema de las pensiones; creación de una subcomisión parlamentaria para una reforma educativa pactada y conferencia de presidentes en el senado para cerrar un pacto autonómico. Jubilaciones, educación y financiación autonómica, esencial. A eso sumó la promesa de control de déficit público –siguiendo a Bruselas– y afrontar el desafío separatista desde la igualdad de todos los españoles y el respeto a la ley.

No hizo concesiones a la oratoria ni guiños simpáticos a la galería. No recurrió a la socarronería que domina ni atizó a los que necesita como socios. Estuvo concreto y escueto, plúmbeo en su oferta. La única nota de emoción advino justo al final, cuando dijo no haber subido a la tribuna por beneficio personal sino por responsabilidad. Cuando también insinuó que tal vez a su partido le hubiesen interesado nuevas elecciones, pero que ni se lo había planteado, porque España necesita gobierno.

Fue muyyyyy aburrido. Y repitió el método que lo ha llevado a ganar elección tras elección y a mejorar llamativamente sus resultados entre diciembre y junio. Puede que defraude a los adversarios políticos, pero la gente ha entendido que todo ha ocurrido como él anunció. Lo de ayer debe hacernos considerar dos cosas. Primero, qué no tendrá este presidente delante –insisto– para destacar por su mero sentido común. Y segundo, que la fábula de la liebre y la tortuga sigue vigente y puede ser letal. Como el matamoscas.