El desafío independentista

Recobrar la compostura

La Razón
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Recobrar la compostura democrática después de los acontecimientos ya vividos en Cataluña –y de los que aún quedan por vivir– va a resultar una tarea ciclópea en la que, seguramente, todos los españoles –y desde luego todos los políticos, sea cual sea su signo– tendremos que arrimar el hombro. El desafío, la ruptura, el cisma ha sido de tal magnitud que no habrá la menor posibilidad de rehacer la normalidad en mucho tiempo, aun cuando haya dirigentes –y los hay– dispuestos a tender puentes de diálogo o a buscar soluciones de compromiso. Por una parte, el Estado ha sido dañado en su esencia y las instituciones construidas bajo un ideal de concordia que, según se creía, nadie sería capaz de cuestionar, se han mostrado inhábiles para frenar a quienes propugnan la secesión y están dispuestos a llevar su proyecto hasta el extremo, por encima de cualquier consideración pragmática o de cualquier obstáculo político. Por otra, los actores del bloque, digamos, constitucionalista, han creído durante demasiado tiempo que el asunto no iba en serio y que podían mantener su disenso acerca de la organización territorial del país sin que ello ocasionara mayores perjuicios al sistema político. Y a todo esto se añade la irrupción de una fuerza revolucionaria con suficientes apoyos electorales que se apresta para aprovechar la coyuntura en favor de su propia aspiración rupturista. No cabe duda de que los protagonistas de la gestión independentista –principalmente, los miembros del gobierno de Cataluña y de la Mesa de su Parlamento, pero también varios centenares de alcaldes, funcionarios públicos e incluso empresarios– tendrán que ser objeto de una represión que, sin ser dura –pues, en esta materia, la juricidad es de mínimos–, no será despreciable, especialmente porque conducirá a una renovación de nombres y personalidades. Y tampoco parece que pueda eludirse un rearme legal del Estado para que las futuras tentaciones secesionistas puedan ser cercenadas si no se encauzan en la tortuosa vía constitucional. Todo ello generará profundos recelos y seguramente dificultará el tendido de puentes de comunicación tanto en el seno de la clase política como de la sociedad civil. Más aún, nada garantiza que, tras la debacle en la que ahora estamos metidos, pueda llegarse a una situación de mutua tolerancia. Digo más; no es descartable que el resultado de este proceso conduzca a algún grupo hacia la senda del terrorismo.

Mi impresión es que, en este momento, son muy pocos los dirigentes políticos con visión y capacidad para llevar a la sociedad a recobrar la compostura. En cambio serán demasiados los que se verán tentados por el oportunismo y las pasiones, los que tratarán de ganar votos alimentando los peores instintos de los militantes partidarios y los electores. Y también estarán los que, en la conjunción izquierdismo-nacionalismo, buscarán arrastrarnos a todos a una revolución antidemocrática y totalitaria. El primer episodio de esta última está plasmado en la transitoriedad catalana. Esperemos que no pase de ahí, pero para lograrlo será necesaria mucha inteligencia y lucidez.