María José Navarro

Regalos

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Hay un taxista en Madrid que canta ópera y zarzuela a sus clientes. Juan Penela Corredor, que así se llama este conductor, tiene por costumbre preguntar antes de lanzarse, cosa que se agradece para evitar grandes emociones de sopetón. Si el paquete humano que va detrás accede, Juan se arranca generalmente por canciones napolitanas, lo que da para bastante gorgorito y para arrastrar al máximo algunas sílabas, extremo que nuestro taxista acomete sin pensárselo. Juan Penela canta como una zapatilla en una jaula, pero eso es lo de menos, porque lo más importante es que cree que eso hace más agradable el viaje. Mientras conocía su historia me he acordado de una mañana de agosto de aquellos años en los que aún podía irse uno de vacaciones, en la que salí a la calle con el tiempo justo para llegar al aeropuerto. A lo lejos vi una luz verde y a un conductor hablando por teléfono desde una cabina. Interrumpí su conversación y le pedí con gesto de Calimero que me llevara a toda prisa a Barajas. Durante el trayecto, mi héroe colombiano me contó con quién estaba hablando: con su hijo de cinco años, al que no veía desde hacía más de dos. «No se preocupe por la interrupción. Vd. necesita ayuda y yo así tengo excusa para llamarle luego otro ratico». Y se puso a cantar. Llegué al aeropuerto, me bajé del coche y creo que nunca he dado un abrazo tan largo. Juan Penela canta. Mal. Pero cree que ayuda. Eso ya sería suficiente para que su deseo sea, en estos momentos en los que la vida está bien antipática, más necesario que nunca. Y encima, disfruta. Hay pocos hombres con lujos tan baratos. Que no los pierda.