Julián Cabrera

Relaxing cup in Madrid okupa

La Razón
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Un gobierno de progreso. Es el mantra que repite allá donde quieren oírle Pedro Sánchez a la hora de contemplar un pacto con Podemos que con independencia del precio le abriese las puertas de la Moncloa. El líder socialista sabe que ejercita el peligroso baile del mono con la cobra como probablemente sepa que llegar al gobierno de la mano de Iglesias y compañía le obligara a silbar y mirar para arriba por mero cómplice ante determinados akelarres que ya tienen teatro previo de operaciones y tarjeta de visita en el ámbito municipal y con especial reflejo en Madrid, gran escaparate como capital que es del Estado. Si lo que pretende acceder al gobierno de la nación se corresponde con lo que vemos en Madrid, probablemente debamos revisar el significado del término progresista para ver de qué estamos hablando. Ana Botella acabo su etapa sufriendo uno de los mayores escarnios mediáticos de nuestra historia reciente y lo del «relaxing cup of café con leche in plaza mayor» contrasta con la benevolencia ante unas ocurrencias del equipo de Ahora Madrid con Carmena a la cabeza que ya empiezan a merecer otros calificativos una vez mostrada la verdad desnuda de cómo se pretende administrar la vida de todos los ciudadanos.

Es difícil encontrar tantos precedentes de nepotismo, de ignorancia, hasta de apología del terrorismo frente a niños de guardería y, sobre todo, –y esta es la razón troncal– de revanchismo como principal elemento en la toma de determinadas decisiones. Hay políticos de la izquierda radical que dan la impresión de deberle algo a la memoria de sus abuelos, –hasta ZP decía emocionarse al recordar al suyo al que ni siquiera llegó a conocer– tal vez ignorando que la España del 36 sin clases medias, enfrentada y con aplastante mayoría de analfabetos, nada tenía que ver con la actual. Probablemente, alguno de esos mismos abuelos hoy correría a gorrazos a estos nietos por su indocumentada y sectaria interpretación de la memoria histórica.

Gobernar es hacer política para todos los ciudadanos de los que valen sus impuestos, no su pedigrí ideológico; administrar lo más urgente del día a día fiándolo todo a los muy eficientes servicios generales y enfocar la política en clave de ocurrencias populistas cuando no partidarias es otra cosa quizás más propia de lo que podría imperar no sólo en Madrid –ya no puede culparse de todo a «relaxing cup cafelito»–, sino en el gobierno de la nación.

Lo que ocurre no es anecdótico, no se trata de una añorada repetición de la batalla del Ebro por alineación indebida, es la imposición de una escala de valores que ni siquiera repara en las consecuencias de bordear la legalidad, ya sea levantando lápidas y placas o limpiando las calles no de la basura acumulada, sino de nombres que probablemente les resulten más sospechosos que los de Enrique Lister, Largo Caballero o Dolores Ibarruri presentes además con toda naturalidad y con independencia del merecimiento en grandes ciudades españolas, alguna de ellas, por cierto, gobernadas por alcaldes más de derechas que el grifo del agua fría.