Ángela Vallvey

Reputar

La Razón
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Pareciera que, a estas alturas del siglo, empieza a ser importante labrarse una cierta reputación. Con una nombradía valiosa se pueden vender hasta estampitas en Twitter, mientras que el desprestigio logra que todo el mundo huya como de una herencia en... según dónde. Justamente, cuando parecía superada aquella vieja rémora del «qué dirán», ¿la consideración y el respeto vuelven a ponerse en boga...? ¿Realmente es así? La cuestión es qué entendemos por buena reputación, por crédito público. Yo atribuyo esa popular buena acogida de la idea de estimación a que vivimos tiempos de una enorme falta de «autoridad» en el sentido de ausencia de referencias que filtren la basura de lo que no lo es y hagan un trabajo de destilador, decantando lo importante de lo superfluo. El nuestro es un mundo de abundancia en todos los sentidos. También la inmundicia y los desperdicios, los elementos tóxicos, florecen más que nunca. Hasta hace muy poco, la mala fama era sinónimo de éxito, de malditismo, de atrevimiento iconoclasta... Tenía mala fama quien se atrevía a ir contra las normas, se cultivaba la postura del «chico malo», o sea, que tener mala reputación era... de buena reputación. Ogaño, se castiga la indignidad, teóricamente, por lo general mediante campañas de desaprobación pública que canalizan la ira comunal en internet. Nada se expande más rápido que la furia colectiva, dirigida contra Fulánez o Mengánez pillados en flagrante falta de probidad. La intercomunicación social a la velocidad de la luz que propicia la tecnología está dando como resultado que la rabia se aglutine de forma compacta, visible, y se dirija como un proyectil hacia objetivos carentes de «reputación». Pero no estoy muy segura de que la censura furibunda que enfila contra personas, instituciones o productos, sea moral. O suficiente, cuando además precisa reproche penal. No sé si la reprobación de las masas (verbigracia, contra un programa de televisión que se considera degradante, a pesar de llevar tiempo en antena, emitido con éxito) contiene un reproche ético, o si más bien es fruto de una emocionalidad instantánea que tan pronto cristaliza como se esfuma, neutralizada por una indiferencia frívola y ocasional, que atiende al momento, pero carece de convicción profunda. Y es que la reputación hoy no significa lo mismo que antaño, cuando de ella dependía el destino vital de las personas, sino que está más relacionada con la capacidad para «vender» cualquier cosa (incluso el alma).