José Jiménez Lozano

Retratos y desconstrucciones

La Razón
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De tanto repetirlo ya está en nuestra conciencia asentado que el retrato en las Bellas Artes comienza como una manifestación del enfatizado «yo» de príncipes o de la conciencia burguesa, y que entre finales de la edad media y el XVII tiene sus grandes logros. Pero, naturalmente, tan rígida afirmación es solamente un constructo ideológico, con fines pedagógicos, porque sería insuficiente evocar, no ya los conmovedores retratos funerarios de El Fayun, de los siglos II-III de nuestra era, y tantas otras muestras en la cultura incluso de milenios atrás y, en cualquier caso, los cientos de lacerantes poemas y elegías funerarios, que también son retratos. El fotógrafo ambulante y callejero de no hace tanto tiempo es, como el pintor de Corte, un notario gráfico de días señalados, de amores, de fastos o lutos, del recuerdo de ausentes desde una trinchera o una clínica, o desde una excursión a la montaña. Y ahora podríamos entrar en los más modestos estudios de fotógrafos y oír a gentes igualmente modestas suplicar a éstos que obtengan una hermosa fotografía de su propia figura, aunque, exactamente como el pintor de Corte, el fotógrafo sabe que «los retoques a naturaleza» son parte esencial de su trabajo, y se presuponen.

Pero lo que ocurre es que, en realidad, el intento de salvación frente a la devoración del tiempo que está en el hondón de toda obra de arte, lo es mucho más, si cabe, en la narración y en la pintura, aunque su logro parece solamente alcanzado en la fotografía, no sin una terrible lucha con aquélla, y podríamos decir que, en realidad, solamente cuando el fotógrafo, como el pintor lo hizo siempre, consigue constituirse en el sujeto del fotografiar. Esto es, capta sentido y otorga sentido a la realidad fotografiada. «Nada de sentido en absoluto, es más seguro; los redactores de ‘‘Life’’ –escribe Roland Batres– rechazaron las fotos de Kertész. a su llegada a los Estados Unidos en 1937, porque, dijeron que sus imágenes ‘‘hablan demasiado’’; hacían reflexionar, sugerían un sentido». Es decir, tornaban pensativo o «pensaroso» a quien miraba, haciéndole sujeto del mirar, y, por lo tanto, capaz de hacerse cargo de una realidad con sentido, porque la realidad siempre significa, o no es; o como si no fuese, porque no es para nosotros, y se agota en la opacidad de «lo ello», arrojado en el mundo. Todas las cosas valen, entonces, muy poco, «y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío, a no ser, como se hace con los cerros de junto a Boston, para venderse por carretadas, para rellenar alguna marisma en la Vía Láctea», dice Ismael, el narrador de «Moby Dyck», y dice bien.

Pero el sinsentido ha encantado a nuestro mundo e incluso le encanta la monstruosa fealdad de los desechos. Quizás ningún exceso barroco le parezca hoy suficiente para despreciar a la criatura humana. Pierre Nicole, en su «Tratado del conocimiento de sí mismo», dice que todo retrato es una máscara de disimulación y que lo que enmascara es la muerte, y la calavera es «el universal retrato extraído de cada uno que, pese al rostro, da la vuelta a través de la mirada de sus órbitas vacías en los ojos de cada cual». «Hoc est ego»; «Esto soy yo». Esto es, un retrato resumen de todos los retratos y su transformación en cosa de una pintura de cosas quedas. ¿Silencio final de la pintura y de la fotografía?

Desde el tiempo de la República de Weimar a nosotros, se prescribe, para el arte y la fotografía, la distorsión y la desconstrucción de la figura humana, aunque no faltó quien avisara de que este arte deshumanizado anunciaba poderes totalitarios que eso mismo harían con los seres humanos. Y así fue porque los demiurgos sabían que en el medioevo no se podía dar tortura ante el candor de los rostros de las virgencitas románicas o góticas, y así seguirá siendo siempre necesaria la belleza para que no prevalezcan la deshumanización y la basura.