Rita Barberá

Rita Braberá

La Razón
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Escribo aún bajo la conmoción producida por la muerte repentina de Rita Barberá, víctima del acoso implacable de los jueces, de los políticos y de los medios de comunicación. No es un caso aislado. Yo viví de cerca, hace treinta y cinco años, cómo se destrozaba la vida de Adolfo Suárez, el primer presidente constitucional. La legendaria alcaldesa de Valencia, política de raza donde las haya y ahora senadora arrinconada, expulsada de su grupo sin razón suficiente, ha muerto en la soledad de un hotel madrileño después de someterse de forma voluntaria a un interrogatorio en el Tribunal Supremo. Ha muerto abandonada de todos, también de los suyos. No le han dado tiempo a demostrar su inocencia. Estaba rodeada. No tenía escapatoria. La cercaban mastines con ganas de sangre. Y su corazón de luchadora no ha resistido. Hija de periodista, y periodista ella misma aunque no ejerciera, de nada le ha servido tal proximidad al gremio. No hay peor cuña que la de la misma madera. Ha visto cómo la condenaban de antemano en los medios sin posibilidad de redención. Ya tenían el patíbulo preparado los de Podemos en las redes sociales. A eso se dedican: a levantar patíbulos. No es extraño que les de vergüenza guardar un minuto respetuoso de silencio.

Rita Barberá ha sentido en su carne el desgarro de la ingratitud y de la injusticia. Y por eso ha muerto. Como viene ocurriendo en casos parecidos, la habían despojado de antemano, sin esperar a la sentencia, de todos sus méritos anteriores, sobre los que los valencianos reflexionan hoy, cabizbajos, a la sombra del luto oficial. Lo mismo hacen en su partido de siempre. Más de uno anda a estas horas con mala conciencia. Es de suponer que el suceso obligue también a jueces, periodistas y políticos de la oposición democrática a reconsiderar sus actuaciones. Por encima de todo está el ser humano y su dignidad. La lucha contra la corrupción se está llevando por delante en España la presunción de inocencia. Bajo el pretexto de hacer justicia y de limpiar la vida pública, se exhibe una estúpida superioridad moral y, desde ella, se ignora a las personas, a las que se destroza literalmente la vida, como en este caso. Ésta es seguramente la peor de las corrupciones. Muchos deberían bajar hoy la cabeza avergonzados.