Paco Reyero

Rosa Parks en Berlín

La Razón
La RazónLa Razón

Hasta Wedding, un popular barrio berlinés, llegó tablón a tablón este invierno la casa de Detroit en la que Rosa Parks acabó hospedada entre primos lejanos. El mito de aquella norteamericana libre quedó fijado al impugnar frontalmente su inhumana condición administrativa de criatura del sur. Tal hazaña está concentrada en el instante –vivo, mientras quede un ápice de decencia– en el que se niega a ceder su asiento en un autobús regular, un día de 1955, conforme obligaban las leyes racistas de Alabama. De Parks se conoce este gesto tan sencillo, certero y universal pero el transterramiento pretendidamente cultural de su última casa ha hecho emerger (de nuevo) la historia al completo. Igual que de Louis Armstrong ha quedado impresa su deslumbrante música, de hombre feliz y conforme y no el oprobio que padeció siendo ya una estrella, cuando los clubes selectos de Nueva Orleans lo despedían por la puerta trasera, de Rosa Parks se había diluido su sufrimiento posterior. Los mitos modernos están moldeados para que encajen en una historia rápida, que en este caso habría sido defender el asiento y conquistar-la-dignidad-todo-en-uno. Pero tras aquella decisión y la revolución que ayudó a gestar, fue penada con cárcel, la amenazaron de muerte y acabó huida, pobre y refugiada en un suburbio de Michigan.

La casa, ahora mudada de América a Alemania, se ha convertido en un extraño museo en el que, por obra del artista Ryan Mendoza, se conserva la vieja madera carcomida y resuenan entrevistas que Parks concedió a la radio norteamericana de entonces. Su última propietaria la compró por 500 dólares pero no le quedaban más para restaurarla. En Berlín, los visitantes se preguntan cómo y por qué ha llegado hasta allí ese anacronismo, signo de unos tiempos donde las corporaciones pueden comprar santuarios civiles y levantar, allí donde les parezca, parques temáticos con entradas garantizadas.